Hubo una época en que ibas a una tienda de electrodomésticos, pedías una "túrmix" y te mostraban cinco aparatos de cinco marcas diferentes y ninguna de ellas era una Turmix. Hoy llamamos "úber" a lo que es y a lo que no es Uber. Llamar a las cosas por lo que no son no es delito, sino, como mucho, ignorancia. Y entre el delito y la ignorancia anidan cosas mejores que el primero, pero peores que la segunda, como la mala fe.

Pero no me interesa Uber, me interesa la movilidad urbana. La que se avecina, claro. Porque lo que hoy conocemos por movilidad urbana es una mezcla de prácticas heterogéneas, mal dosificada, a veces dañina para el interés común, los conductores y las ciudades, costosa y poco eficiente, enervante y, en definitiva, llamada a transformarse profundamente por su propio colapso gravitatorio.

Esta transformación está viniendo de la mano de la tecnología digital incorporada en plataformas como las que utilizan Uber, Cabify y los propios taxis en España y docenas de compañías al servicio de la movilidad en todo el mundo. Estas plataformas, a través de los teléfonos inteligentes y las aplicaciones correspondientes, ponen en contacto inmediato, seguro y trazable a usuarios y prestadores de los servicios de movilidad. Informan del tiempo que tardará y la ruta que está siguiendo el conductor. Informan del precio cierto que va a costar el servicio con antelación, dando al usuario la posibilidad de cancelar su petición si no le conviene. Permiten al usuario valorar su experiencia en el viaje.

Pueden sugerir rutas alternativas tanto al conductor como al usuario según las condiciones del tráfico en las proximidades del trayecto a realizar. De esta forma, las plataformas digitales de movilidad urbana, eliminan uno de los problemas más graves que tiene la prestación de muchos servicios: la información "asimétrica" que tienen usuarios y prestadores del servicio, fuente de numerosos problemas en ausencia de una regulación estricta.

Solo por los problemas que causa una regulación obsoleta y contraproducente que contingenta las licencias y fija las tarifas de los vehículos de servicio, en presencia de la disrupción tecnológica mencionada, ya se empieza a ver como socialmente necesaria la remoción de dichos contingentes y la liberalización tan amplia como sea posible de las tarifas, para convertirlas en meros permisos administrativos.

Esta liberalización reduciría sensiblemente el precio medio de los desplazamientos, estos serían mucho más satisfactorios para los usuarios, aumentaría el número de conductores de vehículos de servicio y se generarían importantes reducciones de gases y partículas contaminantes y/o nocivas, relevantes ahorros de tiempo y reducciones de la congestión viaria.

No todo serían ventajas en esta liberalización. El principal efecto desfavorable sería una reducción significativa de los precios de las licencias de taxi y VTC. Pero muchas de estas licencias están ya amortizadas varias veces, aunque quien la compró hace pocos años para explotarla y pensando en su jubilación, quizá hipotecando su vivienda, tendría un verdadero problema patrimonial. Estos casos existen y deben ser afrontados adecuadamente. Hay soluciones y algunas de estas ya se han puesto en práctica con éxito en otras ciudades del mundo.

Pero el principal problema que tiene la movilidad urbana es el uso adictivo que los particulares hacen de sus propios vehículos. Un desplazamiento medio a bordo del propio vehículo es costoso, frustrante, contaminante, arriesgado y congestiona la circulación. Muchos conductores particulares desearían que Superman les rescatase de sus vehículos cuando se desplazan somnolientos a sus lugares de trabajo de madrugada, o por la tarde-noche a sus domicilios. Pero no son capaces de tomar la decisión de dejar de utilizar sus coches. No porque la alternativa sea peor, que casi siempre es mucho mejor, sino porque son, sencillamente, adictos a su maldito coche y solo los sacará de él un fuerte impuesto al carbono o la prohibición de usarlo.

La movilidad urbana debe sufrir el shock del abandono por parte del usuario de su vehículo particular en toda la magnitud que sea posible y conveniente.

La liberalización antes mencionada bastaría para dar una dentellada significativa a este problema, aunque no se elevasen impuestos ni se prohibiese el uso del vehículo particular en amplias zonas urbanas. Ello sería así porque la liberalización de las licencias propiciaría la reducción del precio del desplazamiento medio que disuadiese a muchos individuos de utilizar su propio vehículo.

Si, además, se permitiese el que dos o más usuarios desconocidos compartiesen un vehículo de servicio en parte o todo un desplazamiento ( car-pooling), los efectos favorables antes descritos se multiplicarían. La movilidad no se llama Uber, se llama modernización.