La ciudad de Vigo se señala como la más ruidosa de España. Causa principal, el tráfico. El estribillo es más genérico. En la ciudad contemporánea el aire libre urbano está tomado por la brutalidad tecnológica del motor de explosión, mitad y mitad, C02 y decibelios. Lo que sí concierne a Vigo es otro alegato singular y relacionado: ser capital de la automoción y centro neurálgico en la puesta a punto del coche eléctrico. Una fortaleza que debe tener consecuencias.

El combate al ruido se da en dos frentes: reforzar las protecciones acústicas y reducir las fuentes de emisión sonora. En la práctica, blindar ventanas, puertas, y tapar los oídos. Así, la cultura del pinganillo ocupa la calle en un deambular de oídos en falso silencio. No obstante, la mente del filósofo va mucho más allá y pone el dedo en la llaga: la contagiosa interiorización social del ruido, "el miedo de los niños al silencio me da miedo", advierte George Steiner.

Tiempo atrás (poco más de dos generaciones), existió el aire libre urbano. Ese sitio donde naciera el pensamiento. Las ideas alzaron la voz al aire libre; a viva voz discrepan político y cómico. En el anfiteatro clásico (una cima de la creación arquitectónica) la voz humana al vibrar en el punto focal, la escena, consigue por configuración geométrica cubrir la grada más lejana. Voz nítida y libre, precisión acústica que en Epidauro, un lugar civilizador, nunca perdió magnetismo.

Galicia tuvo otra predilección acústica, el campanario. Un cuerpo sonoro con robustez estructural en el arranque y juego ligero de rendijas arriba. Siglos de campanas bajo cúpula (caja de resonancia) o simple espadaña marcando el ámbito de lo común. El sonido de las labores sube desde el valle (el Fragoso resuena en el monte Alba) al igual que la palabra, en absoluto silencio, se modula en la orografía. A ratos, campo y ciudad se hablaban.

Después, la metrópoli industrial trajo la sirena de la fábrica (al revés que la campana, un ingenio ingrávido) y a la ciudad portuaria la sirena de la Lonja. En el paisaje de Vigo aún parece resonar su convocatoria vigorosa y a la vez liviana. Voces, campanas y sirenas (artículos de lujo y leyenda) que se extinguieron al mismo tiempo que se extinguió el aire libre urbano. Un aire libre que bien cabría elevar a la categoría de monumento.

Luego prosperó otra lógica: el despotismo del coche ocupó la ciudad y emborronó el espacio público. Contaminación del aire y barniz desurbanizador, vacío de valores y congestión de impactos lesivos. Las ciudades tuvieron que enseñar las uñas reglamentando. Bruselas, paradigma de ciudad europea, recibió días pasados al "Air Force One" de Donald Trump y se especuló que el avión podría ser multado por exceder los niveles de ruido de la norma local. Rubrica las inquietudes.

La reconstrucción de la ciudad europea tras las guerras, no imaginó la magnitud del golpe que se le venía encima con la masificación del coche. El resultado fue insalubridad y unos costes de adaptación general y viaria desorbitados. Ahora, con el coche eléctrico en parrilla de salida, las ciudades van a ser de nuevo radicalmente afectadas por la propulsión eléctrica y unos modelos energético y de movilidad diferentes. No se debería repetir la historia de imprevisión.

Se acaba de iniciar la era urbana de las emisiones cero y los bajos decibelios. Es decir, imposible seguir como si este hecho no existiera. Hay que prever. Y en este contexto la ciudad de Vigo tiene otro as en la manga, más bien otro deber, aquel que emana de los muchos valores y responsabilidades medioambientales herencia de su emplazamiento territorial. El recuerdo de lo que era el aire libre está fresco en la memoria. En definitiva, lo que hay que recuperar, restituir.

Por ello, esta ciudad pionera del coche eléctrico, puede y debe erigirse también en pionera del derecho al aire libre urbano. Persuadir. Alma pionera elevada al cuadrado.

*Arquitecto