Tras el inapelable triunfo de Emmanuel Macron, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas, opinión pública y dirigentes europeos proclamaron rápidamente el inicio de "una nueva etapa esperanzadora", para Francia y Europa. Quizá el hecho de que Macron apareciera ante sus seguidores con el "Himno a la Alegría" disparó una euforia? que habría que someter a matices.

En primer lugar, la propia dimensión del triunfo de Macron, con: la mayor abstención en una segunda vuelta, desde 1969; cuatro millones de votos en blanco y nulos; una Marine Le Pen que casi dobló los sufragios de su padre, en 2002; un sistema a doble vuelta que favorece el voto útil y el hecho de que la propuesta populista/proteccionista estaba encarnada por dos candidatos (Le Pen y Jean-Luc Mélenchon, eliminado en primera ronda) y no en una sola opción (casos de Trump o el "Brexit", en Reino Unido).

En segundo lugar, porque la fractura existente en las sociedades occidentales cada vez es menos entre izquierda y derecha (con una socialdemocracia que se derrumba en el continente) y sí entre progresistas del "cambio y la globalización" (de izquierda, derecho y centro) y conservadores "nativistas/soberanistas" que, ante la posibilidad de ser innecesarios en el mundo que viene (con más desigualdad, empleo precario y mayor productividad y robotización de los empleos), votan contra los representantes del establishment internacionalista.

El problema de Macron (o de los políticos que quieran seguir su línea) es que, en los próximos años, no tendrá suficiente con ganar, si no que su mandato deberá tener éxito, para disminuir la brecha entre los dos bandos descritos. De lo contrario, la tranquilidad relativa que se respira ahora en Europa habrá sido una mera ganancia de tiempo hacia un escenario más difícil de gestionar.