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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Cuando los perros iban al banco

Hubo un tiempo en que el negocio bancario se podía atender tanto desde el sector privado como del público. De hecho, en España, casi el 50% de ese negocio estaba en manos de las llamadas cajas de ahorro. Desgraciadamente, la presión de la banca privada por hacerse con esa parte del pastel y (muy especialmente) la subordinación a intereses políticos de las propias cajas y el saqueo de que fueron objeto por sus rectores, dieron al traste con el equilibrio existente.

La inmensa mayoría de las cajas fueron privatizadas y se pasó al contribuyente la enorme factura de su saneamiento después de haberse prometido desde el Gobierno que tal cosa nunca sucedería. Las consecuencias están a la vista. Ahora, leo en un reportaje del diario "El País" (sobre datos del Instituto Nacional de Estadística) que prácticamente el 50% de los 8.117 municipios que hay en el Estado no cuentan con ninguna sucursal bancaria. Una situación que se hace especialmente dramática en la amplia zona de la llamada Serranía Celtibérica (Guadalajara, Burgos, Teruel, Cuenca, Zaragoza, Valencia, Soria, Segovia y Castellón).

En buena parte de los pueblos de esa extensa región (65.000 kilómetros cuadrados) no hay ningún banco y sus habitantes deben recurrir a los servicios de un ofibús (oficina rodante) para sacar dinero, ingresarlo, o hacer cualquier otra de las gestiones habituales. Eso, o desplazarse en automóvil hasta el núcleo urbano más próximo, que muchas veces es la propia capital de la provincia. Y de cara al futuro, la situación no tienen visos de mejorar. Por una parte, está una nueva oleada de fusiones bancarias y una también nueva regulación de las cooperativas de crédito supervivientes. Y por otra, el anunciado incremento de la despoblación en Galicia, Asturias y Castilla y León, que en el año 2031 tendrán menos habitantes que en 1976.

Es posible, argumentarán algunos, que este notable retroceso en el número de entidades bancarias tenga relación, en parte, con los excesos de proliferación a que dio lugar la euforia económica de los años que precedieron a la crisis. Y habrá que darles la razón. Pero tampoco convendría olvidar que no pocas de esas entidades, sobre todo en lo que se refiere a las cajas, nunca se abrieron con criterios de estricta rentabilidad económica sino de servicio social, algo que la banca privada es reacia a sostener.

No obstante, a los que por edad todavía conocimos a los cobradores de recibos a domicilio y el trato familiar en las oficinas bancarias, el cambio no nos gusta. Antes era cosa de lo más normal llamar por teléfono a un empleado de banca de toda confianza para ordenar una transacción con la promesa de pasar a firmar la conformidad en cuanto se pudiera. Que a veces eran bastantes días. Y en no pocas ocasiones ese mismo empleado tenía que llamar para recordarnos cariñosamente el retraso en cumplir el expediente. Claro que, también esa familiaridad propiciaba algún caso escandaloso de abuso de confianza que terminaba en el juzgado con una serie de clientes estafados. Pero esos, eran los menos.

En una ocasión me contaron que un inválido mandaba a su perro a cobrar la pensión al banco. Cogía el efectivo y lo llevaba a casa con el recibí en un sobre. Luego, lo devolvía firmado.

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