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Ceferino de Blas.

El enigma de Stefan Zweig

Durante más de dos décadas la página de "Letras" de este periódico fue la mejor clase sobre literatura que se impartía en Galicia.

El conocimiento de autores extranjeros, en especial de los escritores europeos, en las décadas del sesenta a los ochenta, deben mucho a Fernández del Riego, que firmaba sus artículos en castellano con el pseudónimo de Salvador de Lorenzana. Solo recuperó el nombre cuando empezó a escribir en gallego.

Por la página dominical "Letras" desfilaron centenares de breves semblanzas y recensiones de poetas, ensayistas y novelistas de todo el mundo, muchos de los cuales eran desconocidos no solo para el gran público.

Entre Fernández del Riego y los colaboradores de esta página literaria, a quienes gustaba impresionar a sus seguidores con su erudición, pusieron a los vigueses, y en general a los lectores del periódico, a la última de cuanto ocurría en el ámbito de las letras, al igual que hacían los suplementos literarios de los principales periódicos europeos con su público.

Pero después de rebuscar en la hemeroteca, no aparece la semblanza de una de las figuras cumbres.

Del Riego, tan amante de la literatura austriaca, distinta a la alemana, como reconoce Thomas Mann, cuando en 1936 le preguntaron por esta distinción -"existe, me parece evidente", respondió-, y de cuyos autores se ocupó en abundancia, Rilke, Kafka, Husserl, Freud, se dejó uno muy importante en el tintero: Stefan Zweig.

No porque le resultara desconocido, ya que lo cita con profusión en diferentes periodos. Pero por la razón que fuere no le dedica una semblanza específica.

Stefan Zweig es uno de las grandes figuras del pensamiento de entreguerras, autor de inigualables biografías como "Erasmo" y novelas tan leídas como "Veinticuatro horas de la vida de una mujer".

Lo han devuelto a la actualidad dos coincidencias: la película sobre el último tramo de su vida, que ahora se exhibe en todas las salas españolas, Vigo incluido, y la reedición de sus memorias -"El mundo de ayer"-, que, según un crítico, deberían ser obligatorias en el bachillerato, y en las que revela su profundo europeismo, del que los viejos países occidentales están tan necesitados.

Su memoria no se había borrado pese a que como todos los grandes de la cultura, atravesase fases bajas tras su desaparición. Una muestra de su pervivencia es la anécdota que sigue.

En noviembre de 1965 se hacían eco los periódicos de la celebración en Marburgo (Alemania) de la mayor subasta de autógrafos, tras la guerra mundial. La subasta incluía documentos de escritores, músicos, investigadores y grandes personalidades. Entre los lotes vendidos de mayor importancia figuraban la segunda parte del prefacio del drama de Goethe "El despertar de Epiménides", por 16.000 marcos y el manuscrito del "Amerigo" -la crónica de un error histórico-, de Stefan Zweig, por 4000 marcos.

Es conocido el interés de los alemanes por los autógrafos como trasluce la serie televisiva sobre Albert Einstein, que acaba de estrenarse y tan buena pinta tiene. Cuando el sabio, que se niega a abandonar Alemania al comienzo de los treinta, sale de casa a comprar tabaco, recibe dos fuertes impactos: el dueño de la tabaquería vende "Mein Kampf", (Mi lucha), el libro de Hitler, y al regresar se encuentra con una algarada de nazis, que golpean a ciudadanos alemanes de origen judío. Albert Einstein se acerca a la escena, pero es reconocido por unos niños que gritan su nombre. Se aleja, perseguido por uno de los niños, que le llama repetidamente, y al final se vuelve. Entonces el niño le enseña una banderita con la esvástica, y pide : "fírmeme un autógrafo". El le pregunta la razón de su interés, y el niño responde: "quiero ser un físico como usted". En ese momento llega el padre, vestido con el uniforme nazi, se encara con el científico, y Einstein regresa a casa. Nada más entrar comenta a su mujer que deben alejarse de Alemania.

Zweig lo había hecho antes. Ambos, Enstein y Zweig, los dos judíos, experimentaron el terror fascista y el horror nazi, que les desterró de sus países.

Zweig, como Einstein, también tiene relación con Vigo, según cuenta en sus Memorias. De paso hacia Sudamérica, el barco que lo transportaba hizo escala en Vigo. Era en los comienzos del franquismo, y Zweig, curioso, desembarcó, y se dirigió a la plaza de la Constitución. Allí vio el espectáculo de un desfile de falangistas que le recordaba a la Alemania que había abandonado, y le resultó indigerible la imagen. Subió al barco cargado de tristeza.

Tal vez aquella experiencia del ritual fascista -el último que presenció antes de huir de Europa-, unida a las noticias que le llegaban, en pleno éxtasis del nazismo por sus éxitos bélicos, y el temor de que fuera insuparable y se extendiera por el mundo, sea uno de los impulsos que le llevaron al suicidio, en Petrópolis (Brasil), en 1942.

Un trágico final que describe con respeto y magistralmente la película dirigida por María Schrader, que abarca los últimos años de la vida del escritor, desde que llega a Buenos Aires, en 1936, para participar en un Congreso del PEN (poetas, ensayistas, novelistas), donde se desvelan sus dudas. Hasta el punto de que es acusado de cobarde por un periodista judío.

Todas las versiones sobre el suicidio, incluido el argumento de que se encontraba intelectualmente agotado e incapaz de superar el temor al triunfo final del nazismo, encierran partes de la verdad, pero no su totalidad. No despejan el enigma de esa dramática decisión, a la que arrastró a su joven esposa, cuando Zweig parecía haber hallado una segunda vida en Brasil.

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