Para convertirse hoy en profesor de la Universidad en Galicia, y de todos los centros públicos de enseñanza superior de España, casi lo que menos cuenta es el mérito. Antes los candidatos necesitan acreditar una vocación a prueba de bomba, unas dosis infinitas de paciencia y una descomunal capacidad de resistencia para vivir durante décadas en el alambre, entre la incertidumbre y la precariedad. Estamos ante la consecuencia de un sistema de selección caduco que funcionariza la educación. Los jóvenes pagan los platos rotos. Con suerte, logran alguna estabilidad en sus puestos cuando rondan los 40 años y una plaza en titularidad cumplidos los 50. Así no hay quien aguante. Aunque la veteranía sea un grado, al sistema universitario gallego, incluso a los campus más jóvenes, le empiezan a pesar los años

"En 1985 la edad media de un profesor titular era 33 años, en 2010 subió a 47. No quiero pensar cómo estará ahora", confesaba recientemente un investigador de larga trayectoria, con experiencia en centros del extranjero, habilitado para ejercer como titular pero que no ha podido hacerlo todavía porque no existe disponibilidad económica para convocar la plaza. La plantilla de enseñantes de la institución académica gallega tiene 50 años de media. Según la Fundación Conocimiento y Desarrollo, su profesorado es el segundo más envejecido de España. Hay áreas en las que superan los 67 y docentes acreditados como catedráticos que no llegarán a tomar posesión porque les toca jubilarse antes de que les abran hueco para el ascenso. Se lleva la palma la Universidad de Santiago, la más envejecida, aunque también la de Vigo, la más joven, irá teniendo que afrontar una cascada de bajas por edad en próximos cursos.

El envejecimiento que afecta a la educación superior, especialmente acentuado en Galicia, responde a varias causas, aunque todas tienen que ver con un sistema de acceso que favorece la endogamia y dificulta la movilidad. Es sabido que un gallego puede llegar de estudiante a doctor sin haber salido de la misma aula de la Universidad, algo impensable en cualquier nación desarrollada, y que la tradición dominante fomenta el espíritu de clan: los veteranos tiran de las carreras profesionales de sus pupilos favoritos. No siempre llegan arriba los mejores, porque la dinámica imperante propicia moverse bien por los recovecos de las facultades en vez del mérito, ni existe el hábito de evaluar la productividad. Adquirir la condición de funcionario blinda de por vida el empleo, hasta para quien lo ejerce mal.

Añadan a estos ingredientes una exagerada burocratización de los procesos, en especial desde la convergencia europea de titulaciones a raíz de Bolonia, y ya tendremos completa la radiografía de un panorama deprimente. En el país de las pólizas y los trámites, los maestros pasan hoy más tiempo rellenando papeles que preparando las clases. Si un premio Nobel quisiera mañana impartir su saber en Galicia resultaría imposible contratarlo. Aquí como en otra comunidad. Las universidades públicas españolas no pueden "fichar" en función de sus criterios o necesidades concretas, como ocurre, por ejemplo, en las anglosajonas. Están sometidas a unas rígidas pautas de promoción. Con las plazas tasadas en la categoría funcionarial -catedrático y titular- para embridar el déficit público, proliferan ahora numerosas figuras alternativas con las que burlar con picaresca las restricciones: ayudante, ayudante doctor, contratado doctor... Y fuera de esta pirámide, los asociados, categoría pensada para atraer unas horas al Paraninfo a profesionales de prestigio y usada en realidad como tapadera para atar con salarios míseros a recién egresados.

Hay universidades con hasta once modalidades distintas de contrato. Un método que, según los críticos, favorece el clientelismo por su escasa transparencia y por la facilidad para que las afinidades y la subjetividad predominen en las decisiones. La tasa de reposición -plazas que pueden adjudicarse en relación al número de jubilados y que impone el Ministerio de Hacienda- ha sido muy baja. Otro obstáculo para que savia nueva acceda a los campus. Contra ello clamó ejercicio tras ejercicio la Uvigo, pero como quien oye llover.

Algunos jóvenes prueban suerte fuera. Cada vez ocurre con mayor frecuencia que licenciados a los que la Universidad es incapaz de buscarles acomodo emigran a instituciones extranjeras de prestigio y competitivas que sí aprecian su talento, y lo pagan. Los indefinidos se resignan, y aguantan con el apoyo de la familia hasta que aparece un puesto de su especialidad al que optar. Pero con promesas y becas no se mantiene un hogar, ni se liquidan las hipotecas. Los temporales quedan sin contrato por el bloqueo para progresar, ya que no está permitido que renueven indefinidamente, aunque algunos rectorados recurren a argucias para retenerlos. Quien hizo la ley, inventó la trampa, y así nos va.

Las universidades más antiguas, como la de Santiago, tienen una particularidad, común a otras instituciones veteranas. Durante la década de los setenta experimentaron una eclosión debido a la creación de decenas de licenciaturas y diplomaturas. Por entonces, las plantillas se dispararon. Esos docentes se acercan hoy a los 60 años. Las circunstancias demográficas unidas a las administrativas han creado un tapón considerable. Terreno fértil para que cundan el pesimismo y la desmotivación.

A los rectores, por lo general, les conviene satisfacer antes las necesidades de sus empleados, los que les votan, que las de la sociedad a la que sirven. Un destino concebido como una canonjía permanente sin rendición de cuentas invita a que el personal docente se acomode. Los estudiantes, pasivos, acaban movilizándose contra todo aquello que suponga un incremento de la exigencia. Las familias sólo aspiran a titular a sus hijos: si suspenden, cuestionan el modelo educativo, nunca la capacidad del alumno. Los políticos huyen de plantear cualquier reforma con visos de impopularidad. ¿Alguno habla de estos asuntos?

Pedir dinero, ayudas, créditos puente, no basta. Mientras lo que prime sea la mentalidad de libertad sin responsabilidad y derechos sin deberes, ese sistema universitario monolítico distanciado de la realidad, de calidad menguante y desangrada por la brecha generacional, no cambiará. Mejor se haría primando de una vez por todas al máximo el reparto de fondos en función la eficiencia y los resultados. La Uvigo abrió el camino, pero dista un trecho infinito por recorrer.