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Juan José Millás.

Estamos muy solos

La conectividad ha entrado en nuestras vidas de un modo lento, pero imperativo. Resulta obligatorio permanecer conectado. ¿A qué? No sabemos a qué. A todo y a nada. De la necesidad de estar conectados nace la de desconectar.

-Voy a ver si desconecto unos días.

Cuando uno era pequeño, los adultos no necesitaban desconectar porque no estaban conectados. A ver: había vínculos familiares y amistosos y laborales y vecinales, yo qué sé. Pero hablamos de vínculos de los que no era preciso descansar porque parecían naturales. Estábamos cenando un lunes cualquiera, cuando sonaba la puerta y era un primo segundo que vivía en Tánger y que venía a pasar un par de días en Madrid por razones de trabajo. Pues nada, se sentaba a la mesa, se le ofrecían unas acelgas rehogadas, y se le preparaba la cama turca para que pasara la noche. Ni siquiera había avisado por teléfono de su llegada porque no teníamos teléfono, o era muy caro. Pero ese primo estaba conectado mentalmente a la familia de tal manera que cuando llegaba se le hacía un hueco. Donde comen seis comen siete, etcétera. La palabra conectividad, que el DRAE define como la capacidad de conectarse, no existía o no se utilizaba jamás, porque no éramos conscientes de nuestras conexiones.

Ahora estamos llenos de aparatos repletos de ranuras que están pidiendo a gritos ser penetradas por una clavija. Cada ordenador puede estar conectado a siete u ocho periféricos que admiten a su vez vincularse a una serie de subperiféricos y así de forma sucesiva. Y nosotros, pobres humanos, llenos de limitaciones, somos el centro de todo ese tinglado. Según Mark Zuckerberg, la conectividad es el futuro. Significa que estamos en la Edad de Piedra de la misma. Las conexiones de las que disfrutamos, o que quizá sufrimos, en la actualidad son una tontería en relación con las que nos esperan. Es posible que desde el móvil, mañana mismo, te puedas conectar con la tumba de tu madre para ver el estado de sus huesos. Lo curioso es que a medida que nos conectamos con el mundo, más desconectados estamos de nosotros mismos y del primo segundo que vivía en Tánger. Muy conectados, sí, pero muy solos.

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