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Daniel Capó FdV

Susana Díaz

Llegó Susana Díaz, arropada por la plana mayor del PSOE: un apoyo oficial que se diría casi sin fisuras por parte de las viejas elites del partido -allí estaban Felipe González, Rodríguez Zapatero y Alfonso Guerra-, de los barones autonómicos, de la coordinadora y de algunas de las figuras señeras del zapaterismo, como Carme Chacón o Eduardo Madina. ¿Qué tendrá Susana que los atrae a todos? Desde luego, no una personalidad arrolladora, ni visión de Estado, ni una experiencia de gobierno modélica, ni un conocimiento de España en su conjunto No, se trata de algo mucho más sencillo, como es la abierta amenaza que representa Pedro Sánchez, ya que la candidatura de Patxi López no deja de verse como una excentricidad. Pedro Sánchez, el verdadero rival de Susana, quiere podemizar el partido, conducirlo a la extrema izquierda, pactar con los nacionalistas, romper el PSOE. Rival -del latín rivus, arroyo- es aquel que quiere beber de tu agua, quedarse sin. El rival, para socialismo histórico español, es ahora mismo Pedro Sánchez, que se propone transformar el partido en algo muy distinto a lo que ha significado durante estos años de democracia: un partido europeísta y de la estabilidad constitucional, un partido fiable, un partido moderado. Esta es la lectura del PSOE, que percibe a Sánchez -en palabras de Iñaki Gabilondo- como un cuerpo extraño, irrecuperable para el partido.

Los males socialistas, sin embargo, vienen de lejos y no parece que sea una cuestión que puedan resolver fácilmente ni Susana ni Pedro. En modo nostálgico, cabe preguntarse qué habría sucedido si, en lugar de un político tan idealista e ingenuo como Zapatero, la presidencia del gobierno hubiera recaído en manos de Joaquín Almunia. Ciertamente, determinados errores que han marcado el devenir del país y de la socialdemocracia española no se habrían cometido, aunque jugar en estos momentos a figurarse alternativos carece de todo valor. Zapatero dejó roto y desprestigiado al PSOE, situación que solo se ha agravado en estos últimos años.

El drama es que España, y Europa, necesitan más que nunca una socialdemocracia moderna que sepa ofrecer respuestas solventes al reto de la desigualdad generada por la gran crisis de 2008. La debilidad estructural del Estado del Bienestar, la precariedad del trabajo, los salarios bajos, la concentración de las mejores oportunidades en determinadas capas sociales de extracción media-alta, el fracaso educativo generalizado, la inquietante amenaza del populismo en toda Europa exigen una respuesta sólida de la izquierda, precisamente porque estas han sido las preocupaciones centrales de la socialdemocracia europea a lo largo del siglo XX. Diríamos que forman parte de su ADN político.

La pregunta por el PSOE es la pregunta por el futuro de este país: ¿hay que apostar o no por el federalismo? ¿Cómo garantizar las pensiones? ¿Cómo avanzar en la igualdad social sin perder libertades ni dinamismo económico? ¿Cómo mejorar la educación pública, la inversiones en I+D y la calidad de las universidades? ¿Cómo trabajar en la cohesión de las infraestructuras territoriales y reducir los desequilibrios? Son cuestiones candentes que nos apelan a todos y sobre las que ninguno de los candidatos socialistas habla con rigor. Cada vez más, la política española se ha convertido en un territorio de rivalidades sectarias, de eslóganes gastados, de respuestas vacías: un espacio de asombrosa mediocridad sólo apto para arribistas. Al populismo se le combate con decisión, pero también con soluciones inteligentes, viables y transversales. Del mismo modo que la Europa de la Unión ha empezado a reaccionar tras el Brexit, convendría que los principales partidos de la estabilidad españoles se pusieran a trabajar en la dirección correcta. El PSOE se juega su futuro, pero no sólo el partido

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