Se le atribuye a John Maynard Keynes la idea de que la Economía acabará siendo una Ciencia inútil porque el progreso técnico contribuye a la mayor satisfacción de las necesidades humanas que, hasta ahora, se atienden mediante limitados recursos susceptibles de usos alternativos, según la definición convencional de Economía de Lionel Robbins. En efecto, el progreso técnico ha venido permitiendo una mayor productividad de los factores productivos (capital y trabajo) mediante la mayor producción por hora trabajada y, además, por la relación creciente de capital/trabajo o, para entendernos, mediante la incorporación creciente de maquinaria, cada vez más automatizada o robotizada por cada puesto de trabajo existente. Desde tal perspectiva, no resulta novedosa, y es igualmente ocurrente, la propuesta del Sr. Bill Gates de que, si los robots reducen el empleo, se les dote de una personalización a las meras máquinas, de forma tal que sean tratadas como sujetos pasivos de la tributación sustitutiva de las rentas de trabajo que desplazan. De esta forma, y cierra así su desiderátum Bill Gates, se podrán financiar las rentas básicas de los trabajadores ociosos. Ahora bien, las máquinas podrán automatizarse más de lo que hoy conocemos; pero seguirán careciendo de autonomía de la voluntad propia de la inteligencia humana, mientras la inteligencia artificial no pueda homologarse a la inteligencia humana.

La experiencia nos dice que, en efecto, el progreso técnico nos hace a todos más productivos. Hoy, salvo en países de tercer mundo, los trabajadores agrarios, los primeros que satisfacen sus necesidades proporcionándose su propio alimento, calzado y vestido, no utilizan solo la azada o el arado con tracción animal. Precisamente la modernización de la agricultura, medida en su creciente mecanización, permite erradicar el hambre en el mundo si otros recursos básicos, caso del petróleo y de otras primeras materias, no se destinasen más a alimentar guerras que a propiciar la paz y con ella el progreso de todos los pueblos.

La propia Unión Europea es un buen ejemplo de región económica mundial caracterizada por excedentes alimentarios. Esta mecanización ha venido permitiendo, en la inmensa mayoría de los países desarrollados y, sobre todo, desde los últimos 70 años, las migraciones del campo a la ciudad con la consiguiente urbanización y desruralización de tal forma que, en los años 50- 60 del siglo pasado, la construcción, las infraestructuras, incluidos los regadíos de los campos de secano o la concentración parcelaria en zonas de minifundio, y la propia industria se han convertido en los sectores de mayor contribución relativa al empleo y al producto interior bruto (PIB). Hoy, gracias a la automatización en la generalidad de las industrias de todo tipo, esa función de preeminencia la cumple el sector terciario o de servicios, incluidos los servicios de asesoramiento y de asistencia técnica a las empresas industriales como en la prestación directa de los servicios a sus usuarios.

Dicho de otra manera, la tecnología, por una parte, ha reducido, y sigue reduciendo, mano de obra y, por otra, requiere mayores dosis de capital humano: trabajadores más cualificados y mejor educados que sigan creando máquinas más automatizadas y eficientes, que las mantenga, las reparen, las manejen y supervisen. Podrán automatizarse casi todos los servicios, pero las máquinas nunca van a sustituir las relaciones humanas entre el prestador de tales servicios y sus destinatarios, usuarios y consumidores. ¿A alguien le cabe en la cabeza que en un banco podamos discutir con una máquina, sustitutiva del empleado bancario, sobre las cláusulas suelo o en la contratación de un crédito?.

Por tanto, de momento, nada hace pensar que el progreso técnico no vaya a seguir siendo el principal instrumento de superación de los límites al crecimiento económico y, así, el principal elemento sustentable de mayores cuotas de bienestar social. El quid de la cuestión, en supuestos de crecimientos sostenidos en el tiempo, más allá de los ciclos a corto de expansión-recesión, no está en la "personería" de los robots, como los hispanófonos americanos identifican la personalidad jurídica, sino en las funciones redistributivas de los Estados de sociedades desarrolladas. Un impuesto a las máquinas, como si fuesen personas no siéndolo, serviría para reducir los rendimientos del factor capital y, por tanto, las bases imponibles del impuesto de sociedades. Las empresas tendrían que interiorizar tal impuesto como gasto, minorando así su resultado contable, o, lo que es lo mismo, al resto de los ciudadanos, en tanto que destinatarios colectivos, individuales y beneficiarios de las inversiones de Estado y del gasto público, se nos iría lo comido por lo servido.

(1) Desde el 01.01.2017 el Colegio de Economistas integra también a los Titulares Mercantiles y en Ciencias Empresariales