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Joaquín Rábago.

Defensa europea

La displicente actitud del nuevo presidente de EE UU hacia los aliados de la OTAN ha motivado el que a este lado del Atlántico se hagan cábalas sobre la futura defensa europea.

En la cumbre galesa de 2014, los 28 gobiernos se comprometieron a aumentar hasta al menos un 2 por ciento del PIB nacional en un plazo máximo de diez años su presupuesto militar.

De momento, pocos países -los propios Estados Unidos, Gran Bretaña, Grecia, Polonia y Estonia- cumplen ese objetivo, pero Trump ha advertido que o pagan todos o tendrán que defenderse solos.

Desde la llegada de Trump a la Casa Blanca, los atlantistas se sienten inseguros y perplejos y no saben a qué atribuir la actitud de Trump, que representa un punto de inflexión en la política europea de aquel país.

Es cierto que la OTAN, creada para defender el orden liberal y la economía de mercado en Europa y de paso -todo hay que decirlo- los intereses estadounidenses en nuestro continente, ya no es lo que era.

Los valores democráticos más básicos están amenazados no solo en la Turquía de Erdogan, sino también en Polonia o la Hungría de Viktor Orbán, eso sin contar lo que pueda suceder en las próximas elecciones francesas y holandesas.

Al mismo tiempo, a este lado del Atlántico muchos culpan a Estados Unidos de haber utilizado la OTAN en guerras insensatas en Oriente Medio o el Norte de África que han causado el caos en la región y cuyas consecuencias -refugiados y peligro yihadista- sufrimos, además de los países directamente afectados, los europeos.

Los nuevos vientos que soplan de Washington han puesto nervioso a más de uno: sobre todo a los vecinos de Rusia como los países bálticos o Polonia, cuyo gobierno ultraderechista aboga últimamente por un rearme nuclear del continente.

De los países europeos, solo el Reino Unido y Francia, ambos miembros permanentes del Consejo de Seguridad, disponen, como es sabido, del arma nuclear.

En el caso británico, algunos temen que el Gobierno de Theresa May pueda utilizar su ventaja en ese campo para chantajear al resto de los europeos si estos se ponen duros en las negociaciones comerciales con Londres tras el Brexit.

En tal caso quedaría la garantía de la "force de frappe" -unos 3.000 millones de euros anuales de costo para los franceses- y que París podría plantearse modernizar tras las próximas elecciones presidenciales.

Es la ventaja que tiene la económicamente más débil Francia frente a Alemania, y que el primer país podría también tratar de explotar, como se teme en Berlín.

Francia ofreció ya en dos ocasiones a Alemania la posibilidad de que participase en su fuerza nuclear: la primera vez en los años sesenta con Charles De Gaulle y luego en 2007 con Nicolas Sarkozy en el Elíseo.

Pero, conscientes de los estragos causados por su propio pasado militarista y temerosos además de los recelos que podría causar esa participación en muchos de sus vecinos europeos, los alemanes se han mostrado siempre reacios a ella.

El pacifismo sigue siendo fuerte en este país, sobre todo en la izquierda, lo que explica por ejemplo que, pese a las fuertes presiones de Washington, Alemania se negase a participar junto a otros aliados en la guerra de Irak.

Sin embargo, tanto los políticos como la opinión pública de ese país no quieren reconocer abiertamente un hecho, y es que sus Tornados -como los de otros países de la OTAN- son ya portadores de bombas termonucleares B-61.

Es cierto, sin embargo, que esas armas, procedentes del arsenal estadounidense, solo pueden utilizarse si EE UU da la oportuna luz verde.

El dilema que se les presenta ahora a los europeos es si crear una estructura de defensa colectiva y autónoma, o fiarse de los EE UU de Donald Trump, un político tan mentiroso como racista e irracional, que podría tratar de arrastrarlos a peligrosas aventuras.

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