Mi madre se quedó viuda muy joven, a los 22 años, a causa de un accidente laboral de su marido que había emigrado a Cataluña a principios de los años cincuenta. A cargo de dos hijas de dos y cuatro años, no tuvo más remedio que emplearse a fondo no sólo en las tareas de casa sino en las del campo. Sólo años más tarde entendí aquel sacrificio brutal, inmisericorde, diario, como una esclavitud. Jamás quiso abandonar la aldea salvo para ir a Sabadell a recoger el cadáver de su marido dejándonos a ambas a cargo de los abuelos, esas figuras complementarias que hoy, por la situación económica, vuelven a ser actores principales de la sociedad.

Pasaron los años, pasaron muchos años, y mi madre permanecía en el pueblo, firme como un roble largamente enraizado, sin querer venir a vivir con nosotros a la ciudad. "Tengo", decía, "que cuidar a vuestro padre" y todos los sábados iba al cementerio, renovaba las flores, rezaba y volvía desde el atrio de la iglesia a casa como si hubiese estado conversando con papá, del que mi hermana y yo sólo teníamos la referencia en blanco y negro de una foto enviada desde Sabadell a poco de llegar allí.

Cuando le preguntaba por las fotografías de la boda, mamá respondía evasivamente algo como "estarán por ahí" o "ya las buscaré con calma otro día", como si la memoria fuese un territorio hostil. Un verano, cuando ella cumplió los ochenta años, logré convencerla para que nos acompañara a mi marido y a mí y a nuestros hijos a la playa; rezongó, claro, que quién iba a cuidar la casa, a reponer las flores del cementerio, a dar de comer a los gatos, a regar los tomates, las lechugas, los pimientos, las cebollas: sabía de su papel en el mundo, en su pequeño mundo, y, creo yo, pensaba que si ella no estaba allí, en ese mundo limitado pero a la vez infinito, todo se iría al traste.

Recuerdo aquel viaje con memoria minuciosa, casi obsesiva: el trayecto desde el interior hasta la playa a mamá se le antojó un infierno; acostumbrada a realizar mil trabajos al ritmo lento del pueblo, viajar en coche le parecía, pienso, una manera de acelerar el tránsito hacia la muerte. Al llegar, dejé a mi marido con los niños en casa, abriendo las maletas, y quise estar yo sola en el instante en el que mamá viese por primera vez el mar. Atardecía en un cielo limpio, transparente, y cogidas del brazo, caminamos sin prisa hasta la playa casi vacía a causa de una brisa fuerte que espantaba a los veraneantes. Sentía una sensación inédita: a esa mujer que me había enseñado tantas cosas que jamás podría olvidar, yo tenía la oportunidad de enseñarle ahora algo que ella desconocía, de la que no tenía referencia. Le devolvía un favor mínimo a cambio de los mil favores impagables que mi hermana y yo habíamos recibido.

Llegamos a la playa: podría extenderme en detalles como si aquella tarde fuese un cuadro que uno ve mil veces en un museo y acaba memorizando: podría hablar de las gaviotas, de una nube con una forma extraña, del color dorado de la arena, de la superficie del mar levemente arrugada, del contorno de la isla al fondo, del olor indescriptible del mar.

Nos adentramos en el arenal y cogí la mano derecha de mamá que temblaba ya muy suavemente; me pregunté hasta cuándo la vida me seguiría proporcionando el regalo de aquel contacto cálido, protector, pero que, en cierta medida, dependía cada vez más de mí. Nos sentamos en una barca puesta del revés. Estúpidamente, como un cicerone que no sabe nada del monumento que debe explicar a los turistas, sólo acerté a decir "el mar, mamá, mira, es el mar". Ella permaneció en silencio, como si la visión abrumadora de algo hasta entonces desconocido, no requiriese palabras, como si hablar fuese un acto que vulnerase el equilibrio de aquel instante mágico en el que el mundo parecía estar en paz consigo mismo.

La miraba de reojo y no sé por qué, tuve la sensación de que mamá lloraba sin dejar salir una lágrima, como seguramente había hecho al recoger el cadáver de mi padre cincuenta años atrás. El instante se revestía de una solemnidad dolorosa. Y, claro, tanta solemnidad puede ser tediosa, como esas misas que se prolongan eternamente con una homilía excesiva o una sesión parlamentaria. Y alguien tenía que restarle solemnidad al anaranjado atardecer que iba cayendo sobre nosotras. Fue ella. Mamá bajó la cabeza como si una visión breve del mar ya hubiese sido suficiente para captar toda su belleza, todo su significado, todo su simbolismo; metió la punta del pie derecho en la arena, lo balanceó hacia adelante como un niño pequeño que intenta una patada inexperta y fallida a un balón y dijo: "Esta tierra es una porquería, aquí no se puede plantar nada". Me reí con una felicidad cómplice: la medida del mundo de mi madre estribaba en lo sólido, en la tierra, y no en ese mar cuyo vaivén seguramente ella no entendería. Con frecuencia, desde que ella no está, mi hermana y yo nos relatamos esa anécdota que ya pasó a formar parte de la memoria de la familia. Aquí, repetimos cuando tenemos algún contratiempo, cuando algo nos sale mal, no se puede plantar nada.

Clara Abranhos