Mucho congreso, mucho Rajoy, mucho Iglesias, pero lo cierto es que fui al mercado y no había cola en el puesto de frutas y verduras. Por los precios. Por las heladas en Grecia, Italia e Israel, también por los temporales en España. Investigando, podemos averiguar cuántas coliflores han muerto, cuántas lechugas se malograron. Las acelgas, un plato humilde, pueden de súbito ponerse por las nubes. Yo las adoro, rehogadas con ajo. No pregunté su precio porque las vi muy tristes, más que nunca, lo que da una idea de la situación si pensamos que se trata de una verdura cuya condición es la congoja. El mercado, en general, parecía afligido. Allí donde hay que contar los céntimos para adquirir un cuarto de judías verdes, está garantizado el desconsuelo.

Tristeza de guerra o de posguerra. Vivimos una guerra de la que no somos conscientes. Se manifiesta en la desarticulación de los movimientos sociales, en el precio imposible de las alcachofas, en los salarios bajos, en la emigración forzada, en la creciente brecha entre ricos y pobres. Cada cuarto de hora, alguien te cuenta que en el último año apenas ha logrado trabajar cuatro meses; a veces, cinco; en ocasiones, solo unas semanas. ¿Y de qué vives? De la pensión del abuelo, de los ahorros de los padres, del comedor social. De la limosna, en fin. La limosna está de nuevo en vías de institucionalización.

Pero si las heladas y los temporales afectan tanto al puesto de frutas y verduras del mercado de mi barrio, ¿cómo afectará a los refugiados que duermen sobre el barro en Grecia o en Turquía? Conocemos el número de brócolis que se han perdido por culpa del mal tiempo, no el número de personas que han perdido, por congelación, los dedos de los pies, un fragmento de la nariz o la oreja derecha. ¿Cuántas orejas han echado a perder las heladas, los temporales, el granizo? Como en todas las guerras, la verdad es la primera víctima. La información se filtra, se manipula, se desvía, la información destaca lo banal y oculta lo terrible para que la población civil no se desanime. Pero de un par de cosas puedo dar fe: de que en el puesto de frutas y verduras, cuando llegué a media mañana con ánimo de corresponsal de guerra, no había nadie. Y de que las acelgas lloraban lágrimas verdes. ¡Qué lástima!