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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Lo de Trump es amor propio

Ahora que Trump lo ha puesto de moda, igual no sobra recordar que el nacionalismo es una variante política de la masturbación. Cuando alguien se quiere a sí mismo lo bastante -que en eso consiste el amor propio- no necesita para nada a los demás. A falta de pareja, siempre tendrá una buena solución a mano.

Poseído por ese orgullo nacional que no es sino el amor a lo propio, el presidente de Estados Unidos no para de buscarse líos con todo el mundo bajo el lema "América es lo primero". Para eso tiene los cohetes más grandes.

Un día insulta a los mexicanos, al siguiente desprecia a los europeos, luego la toma con los árabes y últimamente ya anda en pleitos con los australianos. Le quedan aún más de un centenar de etnias y nacionalidades a las que agraviar; pero es que solo lleva un par de semanas en el cargo.

Estos arranques de exaltación nacionalista no son novedad, pero hasta ahora daban menos miedo. No es lo mismo el patriota de un país pequeño y supuestamente oprimido que otro como Trump, situado al frente de la primera potencia económica y militar del mundo. Un tipo que tiene bajo su mando a siete flotas desplegadas por todos los mares y un montón de misiles atómicos para disparar es, en sí mismo, una pesadilla de difícil comparación con cualquier otra que pueda imaginarse.

Lo más parecido a los sobresaltos que ha traído consigo la última elección presidencial en el imperio fue, en su día, el derrumbe de la Unión Soviética. La desaparición por quiebra económica de la otra fuerza imperial del siglo XX dejó al frente de Rusia a Boris Yeltsin: un alcohólico nada anónimo que iba por ahí con una botella de vodka en la mano izquierda y el maletín de las bombas nucleares en la derecha. Felizmente para todos, el alegre Yeltsin no llegó a confundir una cosa con la otra. Y luego llegó Putin, que es abstemio como casi todos los antiguos espías.

No hay noticia de que Trump le dé a la frasca, detalle que en modo alguno contribuirá a tranquilizar a nadie. Ahí está el ejemplo de su antecesor George Bush, el Joven: un alcohólico rehabilitado que invadió Irak con los funestos resultados que todavía padecemos. Los desatinos de Bush ilustran los peligros de dejar de beber de golpe, mayormente cuando el líder convertido a la sobriedad está al mando de la gendarmería del planeta.

Pudiera ser más peligrosa que el alcohol la ebriedad que produce el nacionalismo en aquellos que, como Trump, se entregan a esa droga sin medida. El amor a lo propio y el deseo de hacer América grande "otra vez" -como si en algún momento hubiera dejado de serlo- suelen desembocar inevitablemente en conflictos con otras naciones.

El nacionalismo y la religión han causado históricamente la mayoría de las guerras, con la diferencia nada irrelevante de que las batallas actuales se libran entre imperios dotados de armas atómicas.

Lo de Trump, como lo de Le Pen en Francia, o lo de los "brexiters" en el Reino Unido, es a fin de cuentas una cuestión de amor propio. Son gente que se quiere mucho a sí misma y a su país, lo que nada tiene de malo. Tampoco está mal masturbarse como desahogo de urgencia; pero lo cierto es que haciendo el amor se conoce gente y así amplía uno el círculo de sus amistades. No parece que Trump esté por la labor.

stylename="070_TXT_inf_01">anxelvence@gmail.com

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