El fenómeno Donald Trump, discutido ad nauseam en todo tipo de tertulias, está provocando una serie de reacciones un tanto extrañas por parte de algunos supuestos expertos e intelectuales de derechas. Estos últimos aparecen en la televisión y en la radio diciendo que no, que a ellos tampoco les gusta el nuevo presidente, ¿cómo les va a gustar?, pero que la campaña de los medios de comunicación, uy, es tremenda, y que los que se dedican a atacar constantemente al magnate, manifestándose en contra de sus recientes decisiones, como la del polémico decreto migratorio que prohibía la entrada de viajeros procedentes de siete países de mayoría musulmana, bloqueado posteriormente por un juez, y burlándose de su aspecto estético o de su escasa formación política, despreciando asimismo a quienes lo votaron, es que no conocen nada los Estados Unidos.

Piensan estos analistas liberales que es necesario llevar la contraria a la izquierda aunque adoptar dicha posición suponga situarse bochornosamente junto a un proteccionista que detesta el libre comercio. Que Europa, tan antiamericana como siempre (como si tener un problema con Mussolini significara tener un problema con Italia), no debería ofender, por sus propios intereses, al líder de la nación norteamericana. Denuncian un exceso de alarmismo y mencionan a Ronald Reagan, quien hizo campaña y gobernó con ideas diametralmente opuestas a las de Trump, recordando a los profanos la fábula del presidente infravalorado. La complejidad del asunto, advierten con irritación, requiere un análisis más profundo. Denigrar a Donald Trump es fácil, insisten, lo difícil es tratar de comprender su éxito, de respetar el movimiento popular y pulcramente democrático que lo aupó en las elecciones primarias y presidenciales. Pero se equivocan. La obsesión con la heterodoxia (siempre sana y necesaria en dosis moderadas) no solo hace que muchos caigan en insalvables contradicciones, como la del liberal que es capaz de justificar al que amenaza con la imposición de aranceles, sino también que, debido a esa tendencia a ir siempre a contracorriente, todo se reduzca a la provocación por la provocación.

Existen pruebas suficientes como para concluir que algunos derechos sí están en juego. Que la retórica utilizada por el presidente, ya sea con fines electorales o por cuestiones genuinamente ideológicas, es sin lugar a dudas dañina, porque con ella se pretende señalar a una parte de la población (inmigrantes mexicanos y musulmanes) y declararlos potenciales enemigos, estableciendo las clásicas y peligrosísimas asociaciones de crisis económica/extranjeros y terrorismo/religión. Sabemos, además, que es un populista y un nacionalista, que su comportamiento es censurable, más propio de un líder autoritario que de un demócrata; ofendió a las mujeres y a los discapacitados, cuestionó la ciudadanía de su predecesor y pretendió desprestigiar a toda la prensa, poniendo en duda la honestidad de la mayoría de los periodistas. Lo cual hubiera escandalizado a todos esos adversarios del progresismo que desde fuera piden calma a los críticos histéricos. Christopher Hitchens escribió en Cartas a un joven disidente: "No te preocupes demasiado por quiénes son tus amigos o por qué compañía tienes. Cualquier causa digna de batirse por ella atraerá a cantidad de gente diversa." Algunos, sin embargo, parece que es lo único que tienen en mente a la hora de argumentar.