A algunos les llamó la atención la heterogeneidad que se podía vislumbrar en la Marcha de las mujeres contra Donald Trump, acontecida el sábado en la capital de Estados Unidos, porque en ella no solo había mujeres reivindicando los derechos de las mujeres, sino también mujeres y hombres reivindicando los derechos de los musulmanes, los gays, latinos y otras minorías; gente de todas las edades que viajó desde otros estados para defender "la libertad" y "la igualdad" e iniciar una "resistencia". Pero no debería resultar extraño: la pluralidad de causas es directamente proporcional al número de colectivos agraviados por el presidente. Cuando una parte de la manifestación pasaba -paradójicamente- por delante del Newseum, museo dedicado al periodismo y a la Primera Enmienda, un joven que llevaba una gorra con el eslogan de Donald Trump lanzaba besos desde el balcón a los manifestantes. "Tu gorra se hizo en China", le decían, al unísono, los participantes de la marcha. El joven, tras mirar el interior de su gorra y comprobar el dato, siguió saludando burlonamente al público. ¿Es que acaso importan los hechos, las mentiras, los insultos, las contradicciones? "Make America Great Again", por favor.

En la calle se respiraba buen ambiente. Había carteles para todos los gustos, pero en la mayoría de ellos se podía hallar ingenio y claridad: "Nuestras vidas acaban el día en que permanezcamos en silencio sobre las cosas que importan". "La disidencia es patriótica". "Nosotros somos el voto popular". "Las chicas solo quieren [en vez de divertirse, como dicen la canción] derechos fundamentales". Las pancartas también hacían referencia a los comentarios sexistas de Trump, a Putin y a la intervención de Rusia en los pasados comicios. Algunos se hacían fotos y otros bailaban, al tiempo que un par de cristianos, portando unas cruces con ruedas, insistían en que el mensaje presidencial no tiene nada que ver con su religión. En un día nublado, pero no lluvioso, parecía resurgir esa otra América dispuesta a luchar a través del activismo, la política y los medios, una que no solo no se identifica con (o discrepa de) esa "mayoría silenciosa" que dio la victoria a Donald Trump, sino que entiende que la inauguración del viernes fue el comienzo de una nueva era, cargada de miedo e incertidumbre, a la que hay que enfrentarse haciéndose notar -hablando, escribiendo, acudiendo a manifestaciones- para que el resto del país y el resto del mundo observe que "esto sí que parece una democracia", como gritaban los manifestantes refiriéndose a su pacífica (no se produjo ningún arresto) y multitudinaria (medio millón de personas) protesta.

Nadie que haya asistido a este evento podrá negar la perceptible y constatable realidad: que en él se congregó a un grupo de ciudadanos solidarios cuyo objetivo era defender sus libertades y las de los otros. Si uno podía observar felicidad, diversión y entusiasmo, en vez de violencia, rencor y tristeza, era porque, al encontrarse con otros grupos de personas en la ciudad, los asistentes a la marcha se dieron cuenta de que este camino no lo estaban recorriendo solos. "Me encanta lo que dice ahí", le decía una señora a una joven que llevaba su pancarta bajo el brazo. Todos se felicitaban por las ocurrencias, los lemas, la actitud y los cantos, avanzando juntos en una ciudad visiblemente enrarecida por las circunstancias. Luego fueron a celebrarlo a los bares. Sin embargo, un poco más tarde, Sean Spicer, el secretario de prensa del nuevo presidente, acusó a los medios de comunicación de manipular deliberadamente los datos sobre la inauguración. "Los periodistas están entre los seres humanos más deshonestos de la tierra", dijo Donald Trump. Un cambio estratégico de narrativa que veremos con frecuencia durante los años de esta administración.