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Jornada laboral hasta las seis de la tarde

Utopías horarias

Para explicar el concepto de eficacia solemos utilizar como ejemplo "matar moscas a cañonazos". Una medida tan eficaz como absolutamente ineficiente. Plantear las seis de la tarde como límite de la jornada laboral es, en mi opinión, algo que puede ser eficaz, pero adolece de la misma ineficiencia que el ejemplo anterior. Teoría al margen, tal medida arroja serias dudas en relación con su impacto en la viabilidad de las empresas.

Jornada laboral, organización del trabajo y horario son conceptos relacionados, pero diferentes. El horario de trabajo debe responder a necesidades concretas de la empresa, el sector, o las contingencias del resultado organizacional, entre otros factores. Difícil sería establecer un turno común para bomberos, médicos en urgencias, abogados, dentistas y profesorado, por poner un ejemplo. Por otra parte, la globalización de la economía requiere que, además de las circunstancias propias, se deban considerar los husos horarios de las empresas con las que se interactúa. Responder al día siguiente no suele ser opción. En consecuencia, la variabilidad de las jornadas es infinita, y tratar de homogeneizarla en un límite común, además de utópico, parece poco razonable para salvaguardar la sostenibilidad de cada organización.

La solución podría en las otras variables anteriormente citadas. Las jornadas laborales son infinitas, sin que nadie parezca querer ponerles coto. Comenzar por controlar el riguroso cumplimiento de los límites legales puede ser un primer paso bastante más asequible y efectivo que el propuesto. Claro que esto no es independiente de las circunstancias económicas actuales, en un marco de restricción continua de reposición de trabajadores donde las empresas intentan reducir costes laborales a costa de la reducción de sus operativos. La inasumible tasa de paro no mejora el panorama: quien asume mayor carga laboral haciendo lo que antes se repartían varios ya no es quien promociona, sino quien sobrevive en el puesto. Predomina una organización del trabajo que dificulta la flexibilización de horarios, lo que podría ser otro buen punto de partida. En su día aprendimos que las jornadas podían ser continuas, partidas o rotatorias, y ahí nos quedamos. Ello supone descartar fórmulas alternativas, como los equipos autodirigidos, donde los componentes se comprometen en la consecución de un proyecto y planifican ritmos, fases y tiempos de ejecución según su conveniencia y necesidades. Los avances tecnológicos facilitan la implantación de fórmulas como el teletrabajo, pero la falta de formación provoca, en no pocas ocasiones, que una medida concebida como solución se convierta en un catalizador del esclavismo de la conexión permanente.

El problema que subyace no deja de ser cultural. Nuestras culturas organizacionales fomentan el presentismo; se toman decisiones trascendentes en reuniones fuera del horario de trabajo; se convocan reuniones sin límite temporal ni normas que garanticen su funcionamiento en uno razonable. Predomina una lucha feroz por la competitividad entre trabajadores, donde el horario se extiende hasta límites insoportables por ganar la contienda. Paralelamente, nuestra propia idiosincrasia cultural alarga horarios, con compras, salidas y ritmos de alimentación y ocio muy particulares. Las empresas de entretenimiento (televisiones, radios, teatros, cines, etc) responden a estos ritmos, ofreciendo servicios en horarios impensables en otros contextos. También es cierto, no obstante, que presuponer que son mejores los ritmos establecidos en países con dimensiones culturales radicalmente diferentes (entre otras cosas, porque sus horas de luz y temperaturas también lo son) tampoco debe ser dogma de fe.

La parte positiva del debate es, precisamente, que se ha abierto. Pero no en el punto adecuado. El cambio de valores en la sociedad, reivindicando un espacio para vivir y disfrutar de espacio personal y ocio, es una realidad. Que las organizaciones respondan a este cambio requiere tiempo, planificación y formación. No es una cuestión de horarios, sino de conciliación. Necesitamos medidas que favorezcan la flexibilidad horaria, licencias o permisos, teletrabajo y, en última instancia, humanización de la vida laboral. Medidas diseñadas con sentido y bien planificadas, y no como las actuales, a las que curiosamente se acogen mayoritariamente las mujeres. Cuando un beneficio a medio plazo invalida tu carrera laboral, deja de serlo. Y necesitamos, también, que las medidas tengan respaldo económico y consenso en su determinación. Ante la heterogeneidad de intereses particulares, los gobiernos deben ponerse a la cabeza, llamando a la reflexión conjunta y el diálogo. Pero dispuesto a tomar decisiones razonables y determinantes.

No podemos obviar, finalmente, que la supervivencia es el primer objetivo de las empresas. Otros, como el crecimiento o la expansión, aparecen solamente cuando el primero está garantizado. Y cuando la supervivencia se ve amenazada, desaparecen el resto de objetivos. Si es cierto que la economía se está recuperando, es el momento de que las organizaciones piensen en sus trabajadores como personas, dando el paso a unas mejores condiciones de vida laboral.

En definitiva, está bien que se hable de la necesidad de tener vida más allá del trabajo, pero abrir debates sobre medidas irrealizables supone un desgaste innecesario. Seguramente la aportación de sindicatos, patronal, y el resto de agentes implicados podrá encontrar soluciones más ajustadas a la realidad. La parte buena es que es una cuestión de voluntades. La mala, exactamente la misma.

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