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El cráneo de Yorick

Cuando escribía "Hamlet", a Shakespeare no le preocupaba estar haciendo literatura, sino saber quién iba a producir su obra y dónde iba a poder encontrar un cráneo humano para la escena del cementerio. Esto lo dijo el sábado pasado, en Estocolmo, Bob Dylan en el discurso de aceptación del Premio Nobel. Bueno, en realidad no lo dijo Dylan que no estuvo en Estocolmo, sino la embajadora americana en Suecia. Todo el mundo sabe que Dylan no fue a recoger el premio por razones que solo él conoce. Por eso mismo, mucha gente le ha acusado de ser arrogante y maleducado, pero cualquier persona que conozca un poco a Dylan y el comité del Nobel debería de conocerlo bien sabe que es una persona muy complicada.

A los músicos que van a tocar por primera vez con él, por ejemplo, se les recomienda que no lo miren nunca a los ojos, porque eso le molesta y le pone de malhumor. También se conocen sus súbitos cambios de humor y sus apariciones inesperadas, como el día que se presentó de improviso, en el estudio de grabación de Leonard Cohen, abrazado a dos chicas y con una botella de champán en la mano. Y es muy probable, además, que Dylan temiera el torbellino mediático que iba a desatar su presencia en Estocolmo, porque lo que más le preocupa es poner en peligro su vida privada. Pero lo importante es el discurso que escribió, ese discurso en el que decía que Shakespeare no tenía en mente la literatura cuando escribía sus obras, porque le preocupaban cosas mucho más inmediatas y mucho más pedestres.

Encontrar el cráneo de Yorick, por ejemplo, o la recepción que iba a tener su obra entre el público que pagaba las localidades. Y Dylan también dijo otra cosa muy interesante en su discurso: a lo largo de su carrera había dado conciertos ante 50.000 personas y también ante tan sólo cincuenta espectadores, pero siempre le había resultado mucho más difícil actuar ante esos escasos cincuenta que ante una muchedumbre de cincuenta mil. Para él, los cincuenta mil espectadores formaban una masa compacta que no tenía personalidad propia; pero esas cincuenta personas del público, una vez que él se plantaba ante ellas, seguían conservando su propia personalidad y su propia visión del mundo. Y ese era el público más difícil de convencer. Dylan no lo decía, pero es fácil adivinar por qué: desde el escenario se podía ver la cara de esos cincuenta espectadores, verlos bostezar o cerrar los ojos, o en cambio ver cómo abrían la boca de asombro o cómo movían las piernas siguiendo el ritmo. Y ésa era la prueba de fuego: seducir a esos poquísimos espectadores, conquistarlos, hipnotizarlos por completo aunque muchos estuvieran bostezando o mirando el techo.

En la política también se podría hacer la distinción que hizo Dylan en su discurso. Porque hay una política que vive pendiente de lo que podríamos llamar la alta literatura y otra política que vive pendiente de encontrar el cráneo de Yorick. Una piensa en los objetivos más difíciles de alcanzar -la Democracia Real, la Revolución, la República, la Utopía, el Proceso Constituyente-, mientras que la otra política persigue iniciativas mucho más modestas, pero que al menos mejoran la vida diaria de los ciudadanos, aunque sólo sea a una escala también modesta. Pienso, por ejemplo, en las iniciativas para regular los alquileres turísticos. Puede que no tengan que ver con los grandes objetivos ideológicos esos que en el mundo de Shakespeare o de Dylan vendrían a representar la inmortalidad artística o el Gran Arte Imperecedero, pero servirán para mejorar la vida de miles de ciudadanos y además introducirán un mínimo de racionalidad y de rigor en un terreno que no la tenía.

Y lo mismo podría decirse de la subida del salario mínimo o de otras medidas que se han tomado en estos últimos tiempos. Esas leyes no sirven para escribir tratados de alta política ni para alardear en los congresos y en los debates públicos. Dicho de otro modo, no son endecasílabos inmortales ni nada por el estilo, sino el equivalente del cráneo de Yorick, nada más. En estos tiempos gusta la política histriónica que se basa en las grandes palabras y en las promesas rimbombantes, que con frecuencia se quedan en eso, en palabras. Y por eso mismo es bueno que alguien piense en las cosas concretas que hacen la vida más fácil. O un poco más fácil.

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