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Profesor de Económicas de la USC

Diez años con la ley de dependencia

En enero de 2007 La ley de dependencia se ponía en marcha con un elevado consenso político y, sobre todo, con una elevada dosis de optimismo. Los estudios realizados en los años previos, resumidos en el Libro Blanco de la Dependencia, apuntaban todos en la misma dirección: el desarrollo de la ley supondría una mejora sustancial en la atención a las personas en situación de dependencia, con el consecuente aumento de la calidad de vida del dependiente y sus familiares. Además, se incidía en subrayar que la atención a la dependencia no debe verse solo como una política de gasto, ya que se trata de una inversión social con importantes retornos financieros y una elevada capacidad para generar nuevos empleos.

Diez años después, todos los análisis coinciden en señalar que el desarrollo de la ley es un importantísimo avance social, pero que, diseñado en una época de bonanza, no ha sabido reescribirse. Los severos recortes introducidos en 2012 y 2013, que se justificaron por la necesidad de cuadrar las cuentas públicas, no tuvieron en cuenta las voces que defendían el elevado impacto multiplicador del gasto en atención a los dependientes. La falta de una financiación adecuada se ha traducido en un nivel de ayuda claramente insuficiente y en largos periodos de espera para recibir la prestación asignada, hasta el punto que todos conocemos casos de personas dependientes que han fallecido sin llegar a disfrutar de la prestación para cuidados reconocida.

Aunque la situación de los dependientes haya dado un cambio radical desde 2007 hasta hoy, la frustración y el malestar entre los colectivos más afectados es generalizada. En julio de 2015, según los datos del CIS, de un listado de 15 servicios públicos, la atención a la dependencia era considerada por una amplia mayoría como el servicio público peor financiado y, junto con la administración de justicia, el peor valorado en relación a su funcionamiento. La realidad actual nos presenta un sistema que, pese a los esfuerzos realizados, no puede atender realmente a todas las personas con algún grado de dependencia que limite su autonomía personal.

No obstante, el sistema ha alcanzado una dimensión considerable en un periodo relativamente corto. En gran medida porque ya antes de su puesta en funcionamiento contábamos con una red de servicios de asistencia social y de atención informal (por parte de familiares) consolidado, aunque modesto en relación a su relevancia en el gasto social. El sistema de cuidados existente en 2007 ofrecía un punto de partida que facilitaba el desarrollo de la nueva ley, pero complicaba su gestión al contar con un entramado de agentes sociales y diferentes niveles de la administración, trabajando sin aparente coordinación y con estándares y objetivos de cuidado heterogéneos. Racionalizar el sistema y ofrecer un cuidado a la dependencia homogéneo en todo el territorio del Estado era un objetivo prioritario de la ley, que por el momento tampoco parece haberse conseguido.

En general, la ley ha contribuido a la regulación de los servicios sociales y a su profesionalización, pero también ha puesto de manifiesto enormes diferencias territoriales en su desarrollo. La evolución de las principales magnitudes del sistema (solicitudes, dictámenes, cobertura?) o la oferta y distribución efectiva de prestaciones son enormemente dispares, sin que exista evidencia concluyente que explique esta heterogeneidad. Hasta el momento, en la aplicación de la ley, parece que cada comunidad autónoma actúa con un elevado grado de discrecionalidad.

Respecto a la generación de empleo, la ley ha tenido un claro efecto positivo, pero muy lejos de los objetivos planteados. La insuficiencia financiera mantiene a un importante número de dependientes a la espera de prestación, lo que, junto al mayor peso otorgado al cuidado en el entorno familiar, han limitado la creación de empleo de manera muy significativa. Galicia es un buen ejemplo para confirmar el enorme potencial de generación de empleo de la ley. Con una clara apuesta por la prestación de servicios, desde enero de 2007 la afiliación en el sector casi se ha duplicado, en un contexto de pérdida de empleo cercana al 8%. Pero el impacto podría haber sido mucho mayor si, con la financiación necesaria, la incorporación de los dependientes reconocidos hubiese sido más ágil. Para muchos dependientes, familiares y trabajadores en dificultades se ha llegado tarde. En positivo, debemos quedarnos con la confirmación del importante impacto de la inversión social en el empleo y el nivel de bienestar, lo que debe servir para no permitir un nuevo parón en el desarrollo de la ley.

Por último, una breve reflexión sobre el futuro del sistema. Dado el actual nivel de financiación, ¿estamos preparados para atender a nuevos dependientes? Parece claro que, si queremos ofrecer una cobertura razonable (aún estamos lejos de la media europea) es ineludible aumentar el volumen de recursos (diversificando las fuentes de financiación) y racionalizar su uso. Para ello, es imprescindible evaluar el funcionamiento global del sistema y dotarlo de información sobre lo que opina la ciudadanía respecto de los servicios ofrecidos, su cantidad y su calidad. El usuario debe ser el centro del sistema y para ello no llega con enunciarlo, hay que poner los medios necesarios.

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