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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

A la luz de las velas

Las estadísticas que maneja el Gobierno indican un cambio favorable en la situación económica del país, pero la realidad maneja otras más dramáticas. Como el de esa anciana de 81 años que falleció quemada en su domicilio de Reus como consecuencia de un incendio provocado por la llama de una de las velas que utilizaba para alumbrarse. Llevaba dos meses sin luz eléctrica porque Gas Natural le había cortado el suministro por falta de pago. Como suele ocurrir en estos casos, el ayuntamiento de esa ciudad catalana, la Generalitat y la empresa se pasan la pelota de la responsabilidad en el trágico suceso y es de prever que el asunto terminará en los tribunales de Justicia. El ayuntamiento entiende que la empresa efectuó el corte del suministro sin adecuarse a la ley contra la pobreza energética, que obliga a poner el hecho en conocimiento de la autoridad municipal con carácter previo. La Generalitat se abona a la misma tesis ("la empresa ha omitido su deber y es totalmente responsable", dijo el presidente Puigdemont). Y Gas Natural, en cambio, le echa la culpa al ayuntamiento que, a su juicio, ni actuó con la diligencia debida ni tenía a la anciana fallecida en la lista de ciudadanos desvalidos que periódicamente elaboran los servicios municipales.

Sea de quien fuere la responsabilidad, asusta saber que a la altura del tiempo en que vivimos y con el desarrollo tecnológico alcanzado una anciana de 81 años pueda morirse abrasada en una casa iluminada con velas porque no dispone del dinero necesario para pagar la factura de la luz. El que esto escribe recuerda que en la España pobre de la larguísima posguerra la penuria energética del país obligaba a frecuentes apagones. Y era costumbre en las casas disponer de un buen número de velas para seguir con las ocupaciones habituales mientras volvía la luz. Todo el mundo sabía dónde estaban guardadas las velas y la imprescindible caja de cerillas con que encenderlas. Y todos permanecíamos atentos a distinguir desde las ventanas algún brillo lejano que anunciase el paulatino regreso de aquella confortabilidad de pocos vatios de potencia.

A los niños nos gustaban especialmente los cortes de luz porque eran un pretexto estupendo para dejar de estudiar o de hacer los deberes. Los apagones eran de muchas clases, y según su extensión se clasificaban en generales, o de toda la ciudad, de barrio, de manzana, e incluso de acera, ya que a veces se daba el caso de que en un lado de la calle hubiera luz y en el otro no. La gente mayor se tomaba esas interrupciones con filosofía y nos contaba cómo era la vida en los pueblos y las aldeas antes de la llegada de la corriente eléctrica. Algo que a los más jóvenes nos sonaba a primitivismo.

El caso de la anciana muerta en Reus, nos sirve para recordar que en la España actual todavía hay algo más de 5 millones de personas que no tienen el suficiente dinero para calentar las casas que habitan durante los meses fríos y que siete mil fallecimientos prematuros pudieran estar asociados a lo que eufemísticamente llamamos pobreza energética. Como si el concepto de pobreza pudiese compartimentarse para que pase más inadvertido.

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