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Habrá otros Trump

Lo dijo Hillary Clinton para rebatir a Donald Trump en uno de sus debates: "Describir el problema es mucho más fácil que resolverlo". Y a eso, a una mera descripción del problema, asistimos desde que una mayoría de norteamericanos eligió como presidente a un multimillonario excéntrico, prepotente y ególatra que llegará a ser el hombre más poderoso del mundo libre habiendo hecho valor de su condición de racista, homófobo, xenófobo y machista, entre otras virtudes.

Hemos escuchado múltiples interpretaciones del resultado: "Los demócratas y las encuestas despreciaron la verdadera dimensión del voto rural", "la comunidad latina no se comprometió como debía", "las mujeres no lo castigaron como se esperaba", "los negros le dieron demasiados votos", "Clinton fue muy tibia. Era una mala candidata. Hasta Michelle Obama le hizo sombra. Sanders no hubiese perdido?". Y así.

Dicta el saber popular que cuando el carro rompe la rueda, muchos dirán por dónde no debía haber pasado. Y en ese cínico análisis estamos. Echando la culpa al otro, improvisando explicaciones sobre la marcha, tratando de racionalizar lo inesperado. Lamentando e intentando disimular, cuando no esconder, una evidente crisis de las instituciones públicas, mientras nos cubrimos el rostro con las manos de quien no da crédito, como la Estatua de la Libertad en ese "meme" que fue viral.

El poder ya no dicta las normas. Trump ganó contra los Clinton y los Obama, contra el orden establecido (él, un producto perfecto del "establishment"), contra los demócratas, contra los medios de comunicación más influyentes y contra todos los colectivos a quienes insultó, amenazó o despreció. Ganó incluso contra su propio partido.

Y todas las predicciones han vuelto a fallar. Lo han hecho en cada acontecimiento relevante en los últimos tiempos. Lo hicieron con el "Brexit" y con el proceso de paz de Colombia, pero también con Podemos en España (primero por darles poco y luego mucho). Los procesos electorales son esa marea que, cuando baja, desvela que algunos que en los sondeos se declaraban vestidos, nadaban desnudos. Una espiral del silencio, una madriguera en la que se ocultan, mudas, las mayorías. Por eso el método para anticipar el voto ya no sirve.

Se cumplieron los temores de Aaron James, que en "Assholes: a theory" describió a Trump como un "imbécil alfa" a quien, lejos de perjudicarle, su lengua viperina "lo situará a ojos de muchos votantes como una persona auténtica y que va de frente".

Zygmunt Bauman define la nueva sociedad como "líquida" por inestable, inconsistente e inabarcable. Tan cambiante y rebelde que pareciera imposible de dominar. Tal vez por ahí habría que empezar a buscar las causas de sorpresas como éstas. Por la escasa homogeneidad de la masa crítica. Lo verdaderamente importante no es saber por qué Trump ha ganado las elecciones, sino por qué una mayoría ha votado a alguien que, mirado con ojos convencionales, encarna poco menos que los valores del diablo. O por qué los británicos votaron salir de la UE cuando lo sensato parecía quedarse; o cómo los colombianos rechazaron algo comúnmente tan aceptado y deseado como un acuerdo de paz. Incluso, en otras dicotomías más cercanas, por qué Podemos está a punto de devorar al PSOE, o cuál es el motivo de que la escandalosa corrupción de sus líderes no haga mella en los votantes del PP.

Bauman achaca esta crisis de la democracia al "colapso de la confianza". Los ciudadanos no solo perciben que los líderes convencionales son corruptos y/o estúpidos, sino que son incapaces. Y la gente ya no cree en la democracia porque no cumple sus promesas. Con su argumento como premisa es más fácil explicar el éxito de los nuevos líderes. Porque por demagogos, populistas o histriónicos que sean, son nuevos. Y lo viejo se ha quedado viejo.

Sostiene el politólogo Luis Arroyo que el voto racional que algunos han enterrado en los últimos meses no pudo morirse porque nunca estuvo vivo. Votamos por impulso. La gente guarda las energías para las cosas importantes como tener trabajo o dar de comer a sus hijos, dice. El caso es que sabiendo articular las emociones más básicas del ser humano puedes llegar a ser presidente de los Estados Unidos.

En esas emociones nace lo que la consultora Inma Aguilar ha bautizado como la "postpolítica": multitudes no organizadas, pero autoconvocadas en el voto y difíciles de encasillar. Colectivos heterogéneos que nacen del descontento y de la rebeldía de los electorados encasillados y previsibles. Y en estas agregaciones heterogéneas, las nuevas formas y soportes de comunicación han jugado un papel crucial. Así ha sido en todos los últimos procesos en los que el electorado se ha revelado contra los vaticinios.

Los ciudadanos menos convencionales, los que van contra corriente o se salen de la norma aparente, disimulaban cuando no existía Internet asumiéndose bichos raros, pero sucumbiendo ante el poder establecido que emanaba de la sociedad y sus instrumentos para parecer "normales". Pero los mismos que se esforzaban en pasar inadvertidos entre la sociedad convencional, como mutantes de X-Men ocultando sus poderes, descubren ahora gracias a Internet que ni son tan raros, ni tan exclusivos, ni están tan solos. Y con el respaldo del grupo terminan por autoafirmarse y organizarse. Porque en la red está chupado. Para liderar un colectivo en el mundo convencional hace falta demostrar capacidad y don de gentes, pero en las redes sociales es tan fácil quitar y poner amigos que no es preciso tener siquiera habilidades sociales.

Por otro lado, en el universo digital la comunicación ya no es vertical. No emana de las instituciones y llega al ciudadano a través del filtro de los medios de comunicación tradicionales. El flujo es anárquico y caótico; se desparrama en múltiples direcciones y circula en todos los sentidos, sin filtros ni puertas, ni controles de calidad. La realidad ya no es una, sino que existen infinitas. Cada uno construye la suya. Y la suma de individualidades configura una masa heterogénea y escurridiza, un Frankenstein de ideologías y sentimientos difícil de encasillar y predecir.

En este panorama, la política convencional ha perdido la iniciativa. Ha dejado de transformar la sociedad para correr tras ella, intentando adaptarse. Y mientras eso no cambie, habrá otros Trump.

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