En el taller de escritura, Marina lee un texto sobre su mesilla de noche. Dice que es un cajón de frutas que barnizó y al que colocó una balda en medio para convertirlo en una pequeña librería de dos pisos para libros de bolsillo. Puso encima una lámpara de Ikea con una bombilla de bajo consumo y, junto a ella, la novela que estuviera leyendo, además de una caja de ibuprofenos, pues en la cama le dolía la espalda. En ese mueble artesanal, cuenta Marina, se instaló a vivir un ratoncito que no molestaba nada, aunque mordía los bordes de los libros. Dice que decidió llamarlo Ratoncito Pérez y que le proporcionaba mucha compañía.

Un día Ratoncito Pérez amaneció muerto junto a la caja de ibuprofenos. Cuando lo cogió, su cuerpo todavía estaba caliente. Dice que lo enterró en un tiesto donde hacía meses había plantado el hueso de un aguacate. La planta creció bien, quizá a expensas de Pérez, y dio un fruto, uno solo, con el que Marina se hizo un guacamole. Dice que el huacamole sabía a ratón y que se lo comió todo y rebañó con una miga de pan lo que había quedado en el fondo y en las paredes del bol. Dice que se fue a la cama y que durmió como nunca, aunque se olvidó de tomarse el ibuprofeno. Dice que desde entonces no necesitó tomar ningún tipo de analgésico.

Marina termina de leer su cuento, que se titula "El Ratoncito Ibuprofeno" y mira a su alrededor, esperando alguna reacción de sus compañeros. Todo el mundo calla, incluido yo, que me pregunto si el relato está bien o es una basura. Por fortuna, es la hora de finalizar la clase, de modo que aplazamos la discusión hasta mañana. Por casualidad he quedado a comer con un amigo en un mexicano donde nos ponen de entrada un huacamole que no sé si probar. Finalmente hundo un nacho en la masa, me lo llevo a la boca y se me quita de inmediato una neuralgia de ojo que venía dándome problemas desde primera hora de la mañana. Aliviado, pido una cerveza y le cuento a mi amigo la historia del Ratoncito Ibuprofeno. Me dice que es buenísima, pero a continuación añade: Ahora bien lo mismo que te digo una cosa te digo la otra: podría ser perfectamente una porquería. Entonces llega el camarero, y pedimos los platos principales. El Ratoncito Ibuprofeno. No me lo puedo quitar de la cabeza.