Rajoy fue investido ayer presidente del Gobierno, y a juzgar por lo mucho que ha esperado para conseguirlo, es razonable pensar que no querrá irse enseguida, aunque, sobre el papel, el Congreso pueda forzarle a hacerlo. A su favor tiene las virtudes que todos le reconocemos ya, que pueden resumirse en una: esa letal capacidad de dilación que agota aun al adversario más paciente. Incluso cuando parece que va a ceder en algo, Rajoy se mantiene inmóvil. O esa impresión da. Pero luego resulta que sí se ha movido, porque los demás lo hacen, y alguno hasta se rompe las narices. Habrá que ver, pues, cómo se las ingenia; pero igual la de ayer no será la única ruptura de la disciplina de voto. Y quizá en la próxima sean díscolos los que se abstengan.