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De vuelta y media

El palco de la música

Estrenado en 1904 por la nueva Banda Municipal, se convirtió con el paso del tiempo en algo consustancial de la propia Alameda

La Banda de Música de Pontevedra recupera hoy mismo la tradición centenaria de sus conciertos el domingo por la mañana. Pero la actuación no va a ser ni en la plaza de la Herrería, como ocurría cuando era invierno, ni en el palco de la música, como sucedía cuando era verano, al igual que antaño. Ahora tiene a su disposición el Teatro Principal como lugar de acogida, sin despreciar a ninguno de esos dos maravillosos lugares.

El Ayuntamiento de Pontevedra acometió primero la construcción de un quiosco de la música, como se denominaba entonces, antes que la formación de una Banda Municipal en los albores del siglo XX.

Una corporación presidida por el alcalde Ángel Limeses Castro encargó la elaboración de un proyecto de palco al director de obras municipales, José Domínguez Peleteiro, quien puso rúbrica a su trabajo el 4 de junio de 1903. Cinco días más tarde, el pleno municipal aprobó el diseño y anunció la subasta de la obra por un importe de 6.465 pesetas.

La prisa no sentó bien a la iniciativa porque la licitación quedó desierta. Asumido el error por parte del Ayuntamiento, se convocó un nuevo concurso con el proyecto dividido en dos partes, se incrementó el presupuesto un 5% y se amplió a tres meses el plazo de recepción de ofertas para realizar los trabajos. Así el asunto ya salió bien.

El proyecto de construcción del quiosco de la música adquirió carta de naturaleza sin ninguna dificulta añadida y nueve meses después se convirtió en realidad: el 8 de septiembre de 1903 se adjudicó el basamento en piedra por 3.566 pesetas a Manuel Pintos, quien luego cedió la obra a Faustino Gama; y el 5 de abril de 1904 se encargó la parte alta en hierro fundido, cubierta y pintura por 3.067 pesetas a Francisco Castro.

Por razones no precisadas el palco se ubicó donde hoy sigue en pie, frente al Palacio Provincial, en el paseo de la Alameda más próximo a la Gran Vía, seguramente por elección del propio responsable de obras municipales.

Aquella Alameda tan clasista de nuestros antepasados estaba dividida por calles: el paseo de la entrada a la izquierda, que acogió al quiosco de la música, correspondía a las niñeras y modistillas, sus gentiles acompañantes y las gentes más humildes; por el siguiente iban y venían los artesanos y sus familias, la clase media en general, mientras que los otros dos restantes a la derecha estaban reservados a los señores distinguidos y las clases altas.

No había una separación visible entre unos y otros paseos, salvo los pequeños canalillos para desaguar el agua de la lluvia, que tenían su gracia. Pero sí había unas miradas que espantaban a quienes trasgredían el reparto establecido y aceptado de buen grado. Eran otros tiempos, no sé bien si mejores o peores.

Cuando la construcción del templete encaró a su recta final, otra corporación presidida por Bernardo López Suárez aprobó la creación de una banda de música bajo el patrocinio del Ayuntamiento y abrió un concurso para elegir al director.

El pleno municipal tuvo que decidir el 10 de abril entre dos opciones: asumir como propia la Banda Popular ya existente, a cuyo frente estaba el maestro Serrano, o acometer la creación de una banda nueva, de acuerdo con el proyecto presentado por el maestro Quilez, con un coste estimado en 5.000 pesetas anuales. Al final ganó esta segunda propuesta por 9 votos contra 6, tras refrendarse un informe de la Comisión de Festejos que presidía Antonio Casas Medrano, concejal muy implicado en aquella iniciativa musical.

Tanto la nueva banda, como su reglamento de funcionamiento, se pusieron a punto con mucha rapidez, en dos meses escasos y prácticamente confluyeron con la terminación del quiosco.

El palco de la música se estrenó en precario el 2 de junio de aquel año 1904, coincidiendo con la celebración del Corpus. La Banda Municipal hizo su presentación ante los pontevedreses en la procesión mañanera, junto a la Banda Popular. Y por la tarde ambas ofrecieron un concierto en el nuevo quiosco.

Al día siguiente también acompañaron al cortejo religioso de la Octava del Corpus, otra procesión histórica de mucha raigambre, y repitieron actuación por la tarde en la Alameda.

La tercer vez, ambas formaciones ofrecieron el día 5 un concierto en el palco de la música ante un auditorio de antemano predispuesto para hacer el vacío a la formación del maestro Quilez. Cuentan algunas crónicas que mientras las interpretaciones de la Banda Popular fueron acogidas con fuertes aplausos, las piezas tocadas por la Banda Municipal fueron recibidas con un clamoroso silencio. Aquella actitud divisionaria no gustó nada y abrió una enconada polémica ciudadana.

Después de esas primeras actuaciones, la corporación municipal aprobó un proyecto reformado para mejorar la parte superior por 3.446 pesetas y el quiosco de la música quedó definitivamente terminado a finales de aquel verano. Tres años después, en 1907 se instaló en su techo la luz eléctrica.

La banda de Quilez sufrió al año siguiente una grave crisis interna que terminó con su fulminante disolución. La corporación municipal acordó al mismo tiempo la creación de una nueva formación, cuyas plazas se cubrieron por riguroso concurso, incluida su dirección.

Los conciertos en el palco de la música durante la temporada veraniega, desde junio hasta septiembre, se convirtieron en todo un clásico y adquirieron una enorme popularidad. Todo el mundo sabía que los jueves a media tarde y los domingos al mediodía había actuación de la Banda Municipal en la Alameda, con permiso de la lluvia, naturalmente.

La parte baja del quiosco guardaba las sillas de tijera donde se sentaban los músicos, y el resto se colocaban en semicírculo por las cercanías del paseo para que los asistentes pudieran seguir el concierto cómodamente sentados por una módica cantidad. Los niños del Hospicio que daban tanta lástima, tenían a su cargo aquella actividad benéfica, y cuando en invierno los conciertos se trasladaban a la Herrería también hacían lo propio y transportaban hasta allí las sillas plegadas.

Además, el templete octogonal dio mucho juego, nunca mejor dicho, porque fue lugar de acogida, ocio y esparcimiento de varias generaciones de chavales pontevedreses que en sus barandillas, muros y escaleras realizaron mil diabluras. Incluso sirvió de punto de encuentro en verano, cuando Las Palmeras y la Alameda suplían a la Herrería como zona de holganza más frecuentada: "A las cinco -se decía- quedamos en el palco".

Así fue como el palco de la música entró en la intrahistoria de esta ciudad y se convirtió en algo tan consustancial con la Alameda como su propio arbolado, hasta que cayó en un lamentable olvido.

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