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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

"El guerrero del antifaz"

En un artículo del maestro Méndez Ferrín sobre el recientemente fallecido Víctor Mora, que entre otras dedicaciones literarias fue guionista de "El Capitán Trueno", hay una mención a otro personaje famoso de los cuadernillos de posguerra como "El Guerrero del Antifaz". Y apunta el escritor ourensano, tan escueta como contundentemente, que este último arquetipo fue "detestable y aborrecido". No dudo que, en un vistazo retrospectivo a la obra que Manuel Gago empezó a publicar en el año 1943 y se prolongó durante otros 21 años, el juicio que merezca no sea ese. Pero para los que, de muy niños, accedimos a leer, o a que nos leyeran, aquel cuaderno del que se llegaron a poner cada semana en la calle hasta 200.000 ejemplares, la impresión que nos produjo fue bien distinta.

Para los niños que aún no entendíamos cabalmente lo que significaba vivir bajo una dictadura militar "El Guerrero del Antifaz" fue una cita obligada en la mañana de los domingos. Íbamos rápidamente a buscarlo al quiosco (los que no tenían la prudencia de reservarlo) y tras pagar 1 peseta o 1,25, ahora no recuerdo, nos poníamos a leerlo en compañía de los amigos.

Eran 16 páginas dibujadas en blanco y negro en las que aparecían y desaparecían, a voluntad de su autor, los personajes principales del relato. El primero, por supuesto, El Guerrero, siempre vestido con una cota de malla flexible que le cubría prácticamente todo el cuerpo, menos los ojos que se ocultaban bajo el famoso antifaz. Llevaba una enorme cruz en el pecho y en la mano diestra un largo espadón que movía con agilidad gracias a su espectacular musculatura. Después, estaba Ali Kan, su archienemigo, un reyezuelo moro astuto y despiadado contra el que combatía ferozmente en cada episodio. Y además de estos, su enamorada, Ana María, hija de unos nobles castellanos. Fernando, su leal compañero de pelea, y muchos otros secundarios porque el cuaderno tenía la estructura de una película de aventuras. La acción estaba situada en los últimos años de la Reconquista, bajo el reinado de los Reyes Católicos, y los protagonistas se movían en la imprecisa frontera de los combates entre cristianos y musulmanes.

El fondo de la trama, según pudimos comprobar aquellos niños, era folletinesco como corresponde a una obra que tuvo su inspiración en una novela ("Los cien caballeros de Isabel la Católica") del popular escritor levantino Rafael Pérez y Pérez. Según ese guion, El Guerrero era hijo de la condesa de Roca, que había sido raptada por Ali Kan cuando estaba embarazada de dos meses. El reyezuelo moro, que la tomó por esposa, creyó que el niño era suyo, lo educó por tanto en su religión y lo adiestró en el uso de las armas para defender el Islam. El muchacho así lo hizo, pero cuando cumplió los veinte años su madre le informó de la verdad creándole de paso un trauma psicológico de mucho cuidado. Sintiéndose traicionado, Ali Kan mata a su esposa y El Guerrero huye hacia territorio cristiano jurando venganza contra su padre adoptivo y contra las creencias que este le había inculcado.

Yo entiendo que Méndez Ferrín aborrezca el arquetipo en una relectura inteligente de lo que se publicaba en aquellos años. Y quizás yo debería haber hecho lo mismo.

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