"!Melenudo, cabrón!", "!Corta o pelo, maricón!"?.

Perdón por la dureza de la literalidad, pero estos eran los saludos más cordiales que Armando Guerra Filgueira recibía un día sí y otro también desde los andamios de las obras que afloraban por doquier en Pontevedra y sus alrededores a mediados de los años sesenta. Le llamaban de todo sin conocerlo de nada.

Ni que decir tiene que el destinatario de tales improperios no hacía honor a su apellido bélico. Todo lo contrario. En vez de Guerra tendría que haberse apellidado Paz, porque ni se inmutaba lo más mínimo y seguía su camino como si la cosa no fuera con él. Sus acompañantes lo pasaban peor.

Ahora produce incredulidad y risa, pero entonces Armando sufrió un calvario por llevar el pelo largo. La consecuencia lógica de aquel rechazo social fue que el pelo largo se convirtió entre la juventud en el símbolo de rebeldía por excelencia de aquel tiempo.

Guerra a secas, como era conocido entonces, entró a formar parte por derecho propio de la intrahistoria de esta ciudad como el primer chico que abrazó la "beatlemanía" y lució con valentía el pelo más largo de Pontevedra desde que era un adolescente y estudiaba en el Instituto de Filgueira Valverde.

De acuerdo con la terminología de la época, Armando era un chico "ye-ye". Pero yo creo que llamarle "ye-ye" a Guerra sí que sería un insulto grave. No por despreciativo, sino por cursi. Armando era otra cosa.

A lo largo de su adolescencia tierna y gamberra a la vez, Guerra dio sobradas muestras de que era un auténtico "manitas": fabricó un bajo eléctrico a partir de un violín y funcionó; dibujaba como nadie cualquier viñeta de "Hazañas Bélicas", hacía maquetas de barcos o aviones y era capaz de construir, en fin, el artefacto más insospechado. Solo una vez el exceso de confianza le jugó una mala pasada y a punto estuvo de quedarse sin una mano. Un accidente así habría truncado su vida.

El episodio que le sirvió de escarmiento ocurrió una tarde al salir de la pasantía de Portela, detrás del Campillo de Santa María. Armando y sus amigos se metieron en un portal de Arzobispo Malvar para disparar un pequeño cañón con pólvora casera. Cuando trataba de accionar el artefacto con un efecto martillo, se produjo una explosión y le pilló de lleno la mano, que luego llevó cubierta durante mucho tiempo. Un día el profesor Filgueira se hartó de aquella pose y le convino a una alta voluntaria, que él aceptó sin rechistar.

La enorme popularidad de Armando Guerra entre la juventud pontevedresa se fraguó durante la segunda mitad de los años sesenta, cuando se pasaba tardes enteras en la Alameda tocando su guitarra y cantando mejor que nadie las canciones de los Beatles: "Till there was you", "A hard day´s night", "I feel fine" y tantas otras. Él aprendió a pronunciar el inglés con los discos de los Beatles y aprendió a tocar la guitarra para cantar sus canciones. Los Beatles siempre como referencia para todo.

Aquella Alameda de nuestra adolescencia estaba llena de pandillas; unas eran más selectivas que otras y algunas presumían de cierto pedigrí y tenían números clausus.

Armando tenía pandilla propia y selectiva, pero cuando se ponía a cantar sentado en la bancada de piedra de la Gran Vía, enseguida formaba a su alrededor un gran corro abierto. Algunas chicas se morían de ganas por conocerlo y escucharlo, pero no se atrevían a acercarse. No puede decirse que fuera guapo, guapo, pero con el pelo largo y fino bigote curvo, amén de una sonrisa permanente tenía su aquél. Era resultón.

Dentro de su pandilla Guerra se pidió ser John Lennon, y un día su inseparable amigo Julio Pardellas, que hacía a su vez de Paul McCartney, le puso Are como apelativo extraído de Aremandus. A Armando le gustó y con Are se quedó durante un temporada.

Siete chicos y una chica conformaban aquella pandilla singular. O sea una versión sui géneris de Blancanieves y los siete enanitos, porque encima Marián Diéguez tenía la piel muy blanca y una languidez seductora. Marián quizá resultó un amor imposible para Armando. ¡Quien lo sabe!

Con cierto fundamento, la pandilla de Guerra pasaba por ser la más entendida en la discografía de los Beatles. Esa consideración le valió una invitación del Ateneo para impartir una charla-coloquio sobre sus ídolos. Tal cosa ocurrió en la tarde del 17 de marzo de 1966 por parte de los citados Marián Diéguez, Julio Pardellas y el propio Armando. La cosa no salió mal y hasta salieron en el periódico.

Al rebufo del cambio que supuso el mayo del 68, y sin renegar en absoluto de su corazón "beatle", Armando empezó a abrazar la filosofía "hippie"; aquella que contraponía el amor a la guerra. Y tras embarrancar en sus estudios de Preu, aceptó una propuesta de acogida por parte de Marián y su novio Antonio, y se marchó a vivir con ellos en su piso de Madrid, convertido en lugar de culto y visita obligada para cualquier amigo procedente de Pontevedra.

El plan establecido era dedicarse a la artesanía entre los tres y vender sus creaciones en el Rastro los domingos por la mañana. De eso iban a vivir. Sin embargo, el proyecto acabó en rotundo fracaso. Creo que la producción de Armando fue muy escasa, por no decir que nula, dado que estuvo muy ocupado en otros amorosos menesteres. Y no digo más.

La aventura madrileña duró lo que duró y a su vuelta a Pontevedra comenzó a barajar la idea de vivir de la música. Al fin y al cabo era lo suyo y lo llevaba dentro. Así surgieron Los Verdugos, en donde coincidió con Andrés Puga, seguramente el mejor guitarra solista de los conjuntos juveniles. Pero la maldita "mili" truncó pronto aquel proyecto musical. Fue el único período de su vida en que dejó de llevar el pelo largo "por imperativo legal" entre 1971 y 1972.

Al concluir el servicio militar, además de volver a dejarse el pelo largo, Armando lo intentó de nuevo con la música y se fue con La Banda a tocar en Benidorm. Aquella experiencia veraniega resultó tan frustrante, que regresó a Pontevedra con la idea de abandonar la música para siempre; al menos como medio para ganarse la vida.

El destino siempre caprichoso le echó un capote y puso a su alcance una oportunidad de oro que no desaprovechó: en noviembre de 1973 se encontró con un anuncio en el periódico de la agencia de publicidad Alas, a cuyo frente estaba el inefable Chalo Soto, que buscaba un dibujante. Armando acudió raudo y veloz. Y consiguió el empleo.

A partir de aquel momento, su lado musical quedó aparcado y dio paso a su vertiente creativa, aunque sin dejar nunca de llevar el pelo largo. Felizmente así concluyó el periplo juvenil de Armando Guerra, el chico del pelo largo por antonomasia en Pontevedra.