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Javier Junceda

A propósito de la banca

La falta de corrección a los excesos de la banca durante la crisis, ni advertidos ni atajados por la autoridad financiera, constituye uno de los pocos asuntos que compartimos los españoles. Coincidimos en que dichos abusos tolerados no solamente fueron aquí uno de los principales acelerantes de la depresión internacional, sino que no han sido aún del todo resueltos, pese al multimillonario rescate que hemos brindado al sector.

Puede justificarse que en una sociedad tan bancarizada como la de 2007, era una temeridad intervenir cualquier entidad, aunque otras naciones lo hubieran hecho con corporaciones de relieve. Por aquél entonces, la penetración en el tejido socioeconómico de los productos crediticios era tan intensa -como consecuencia de las indebidas prácticas mal controladas por la Administración- que no parecía lo más sensato dejar sin póliza de descuento a la tintorería de la esquina, por riesgo cierto de inmediata bajada de persiana. De haberse hecho eso, el país hubiera rondado el colapso.

Ahora bien, casi una década después, el escenario es otro bien distinto. La ingente deuda privada contraída en el pasado se va poco a poco saldando y hemos logrado aprender a vivir sin crédito, a pesar de las generosas ayudas públicas destinadas a ese mismo propósito, dicho sea de paso.

Con todo, persiste la idea, muy extendida, de que estas empresas han recibido un tratamiento poco acorde con su alta responsabilidad en la crisis, que a tantísimas personas se ha llevado por delante. Y que, lejos de hacerles responder por sus desmanes, hemos mirado para otro lado e incluso estamos permitiendo que vuelvan por sus pasos y retornen las llamadas telefónicas intempestivas ofreciendo dinero fácil que nos llevaron al pozo años atrás.

Tal vez por ello el sistema deba reflexionar a fondo sobre lo sucedido para evitar nuevas recaídas. Y ello pasa, en este nuevo contexto sin tanta abundancia crediticia tóxica, por embridar la codicia financiera y situarla en umbrales prudentes, para impedir que se provoquen hundimientos económicos como el que hemos padecido y que incluso amenazan tantos años después a la propia banca, inmersa en una crisis grave y profunda.

Esto pasa también por incrementar los controles por parte de los reguladores, tanto europeos como nacionales. Se han operado notables avances en este terreno, a través de la reestructuración y recapitalización del sector o de otras obligaciones jurídicas de cuño comunitario, pero se hace preciso ahondar más en los procesos de supervisión de cada entidad, oficina a oficina, para comprobar que no se repetirán los atropellos del pasado, sancionando ejemplarmente en caso contrario.

A esto debe seguir también una nueva autoregulación del sector, que tiene que ser consciente de que en la sociedad actual suscita aún rechazo, precisamente por su culpabilidad en la crisis, de la que existe esa sensación generalizada de que se ha ido de rositas. La discreción en las formas -hasta cuándo debemos seguir soportando que banqueros e incluso bancarios de poca monta tengan el descaro de recomendarnos a los demás por dónde hemos de ir o lo que tenemos que hacer- y la disponibilidad ante las urgentes necesidades sociales, algunas inaplazables, pueden ser algunas herramientas útiles para conjurar esos males, junto con el rigor en el cumplimiento de la ley, incluida la protección del consumidor.

Si no hay ética, que al menos haya ley, algo que desgraciadamente no sucedió demasiado en el inicio de la recesión. Podemos y quien sabe si debemos hacer borrón y cuenta nueva con la banca, máxime dada la delicada coyuntura que de nuevo atraviesa, pero lo que desde luego debemos hacer es atarla bien corta para impedir que nos la vuelva a organizar, exigiendo a las Administraciones la responsabilidad in vigilando que tanto le faltó cuando tan necesaria era.

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