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José Manuel Ponte

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José Manuel Ponte

Radicalizarse rápidamente

El terrible atentado de Niza -un camión fue lanzado por un fanático contra una multitud que aguardaba tranquilamente una exhibición de fuegos artificiales- ha vuelto a confirmar que el objetivo primordial del terrorismo contemporáneo, de cualquier orientación que sea, no es la elite dirigente sino la población civil que la sustenta. Antes, el terrorismo apuntaba a reyes, presidentes de gobierno, altos dignatarios civiles, militares o religiosos, y líderes sociales de cualquier clase. Los terroristas creían que si atacaban la cabeza rectora del sistema el resto del cuerpo social caería por añadidura. Desafortunadamente para ellos, la capacidad de sustitución entre las elites dirigentes es vertiginosa y no bien acababan de enterrar a uno ya había otro en su lugar y dispuesto a seguir una política parecida.

Todo el mundo sabe que el terrorismo, en cuanto actividad violenta no reglada, sigue las pautas del militarismo y lo imita en todo lo que puede. De hecho, la facción más importante del terrorismo vasco era conocida como ETA militar y en los medios se aludía a sus máximos dirigentes dándoles el rango de "generales". Y algo parecido sucede con el llamado Estado Islámico, que considera como "soldados" suyos a los cafres que matan gente indiscriminadamente en las salas de fiestas de París, o en el Paseo de los Ingleses de Niza. Por tanto, es lógico que el cambio sustancial que se experimentó en la estrategia militar a partir, sobre todo, de la II Guerra Mundial, haya influido no poco en el ámbito del terrorismo.

La Alemania nazi destrozó naciones y causó la muerte de millones de personas pero también tuvo que sufrir bombardeos aéreos devastadores contra su población civil por parte de los ingleses y de los norteamericanos. Y algo parecido cabe decir de los bombardeos sobre Japón que culminaron con el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Unas actuaciones despiadadas que encontraron su justificación teórica en las tesis del británico Sir Arthur Harris y en las del general norteamericano Curtis LeMay, para quienes solo la más completa aniquilación de la base social del adversario garantizaba la victoria definitiva.

Por supuesto, los terroristas no disponen de medios tan sofisticados para desencadenar el horror y han de escoger el lugar adecuado (normalmente donde se reúne la gente que no se considera ni por lo más remoto objetivo de una acción armada) para lanzar por sorpresa el ataque. En Madrid, fueron unos explosivos colocados en unos trenes de cercanías donde viajaban unos ciudadanos que acudían a su trabajo. Y en otras partes del mundo, como en Irak, un coche bomba lanzado contra las personas que se acercaban a comprar en un mercado o estaban rezando dentro de una mezquita.

Ni que decir tiene que los atentados en territorio europeo impresionan más a la opinión pública que los perpetrados en Oriente Medio, que desde hace años se han convertido en una rutina que apenas merece una pequeña mención en los noticiarios. Bucear en las mentes de los terroristas es tarea complicada pero me ha intrigado mucho la explicación de un ministro francés que asegura que el autor de la matanza se "radicalizó rápidamente" y por eso no fue detectado por la policía como elemento peligroso. Y además lo hizo por su cuenta y buscando motivaciones en internet, lo que es aún más sorprendente.

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