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El camionero de Niza

Es muy posible que el camionero tunecino que mató a casi un centenar de personas en Niza el jueves pasado no supiera muy bien por qué hizo lo que hizo. Por lo que se sabe, era un tipo frustrado y solitario, sin ningún fervor religioso, que acababa de separarse de su mujer. No tenía amigos y bebía más de la cuenta. Era malhumorado y violento. Era ludópata. Fumaba demasiado hachís. Carecía de voluntad -empezó a hacer el ayuno del Ramadán, pero tuvo que dejarlo por falta de perseverancia-, y además tenía graves problemas personales. En su historial había una condena por robo y otra por violencia machista, ya que maltrataba reiteradamente a su mujer, pero no se le conocían afinidades con los yihadistas. En definitiva, era un tipo débil, agresivo, hosco y no demasiado espabilado, pero en el fondo no era muy distinto de muchos de nosotros. Basta pensar en los cinco violadores de los sanfermines de Pamplona. Y basta pensar en docenas de personas -delincuentes de poca monta o condenados por violencia machista- que cada día aparecen en las crónicas de sucesos.

El problema es que ese hombre se dejó contagiar por el discurso imperante del odio -el odio que invade Twitter, el odio que moviliza a los movimientos populistas de toda Europa, desde Podemos al Frente Nacional Francés-, y en vez de combatir su frustración con ansiolíticos, o yéndose a jugar a los bolos, o buscándose una novia por internet, prefirió descargar su furia ciega contra los demás y eligió cometer un atentado indiscriminado. Y lo hizo -y eso es lo terrible- "a la manera de" los atentados que cometen algunos terroristas palestinos en Israel con camiones y con excavadoras. Es decir, que se dejó seducir por una especie de moda, o de algo que se está convirtiendo en una moda. Y aunque no fuera exactamente un yihadista, se dejó contagiar por la furia brutal de los yihadistas y acabó comportándose como uno más de ellos. Hasta ahora estábamos acostumbrados a que los yihadistas se comportaran como dementes, pero ahora hemos entrado en la fase de que los dementes -o al menos los ciudadanos de origen musulmán más asociales y más desequilibrados- se comportan como yihadistas. Y al final, ese tipo dejó casi un centenar de muertos a sus espaldas.

A estas alturas cientos de investigadores habrán intentando averiguar si este hombre fue o no fue un yihadista convencido. Pero el problema no es ese, sino que alguien que era muy parecido a cualquiera de nosotros -un pobre diablo frustrado por su trabajo y por la vida que llevaba- se dejara cegar por la moda narcisista de echar todas las culpas a los demás, hasta acabar convirtiéndose en un monstruoso asesino en serie con una coartada yihadista. Y eso, repito, es lo grave. Porque lo que hizo ese hombre, fuera o no fuera un yihadista, es la consecuencia de tres poderosísimas fuerzas sociales que se apoderaron de él como si fueran un virus. Y esas tres fuerzas son el nihilismo contemporáneo, el narcisismo infantiloide y el discurso invasivo del odio. Quien cae en poder de esas tres fuerzas siempre culpa a los demás -una difusa confabulación de personas desconocidas- de todos sus problemas y de todos sus fracasos. Y como "ellos" -los demás, los otros- son los culpables de todo lo que ha salido mal en la vida (el juego, el alcohol, la violencia doméstica, el malhumor, el fracaso), la lógica inevitable es que se les puede y se les debe castigar por sus pecados. Y da igual quiénes sean esos "ellos", porque todos son culpables y todos son dignos del exterminio. Así que cualquiera sirve para expiar la culpa inextinguible que esa persona le atribuye: da igual que sea el primero que pasa por la calle o todos los paseantes que miran embobados los fuegos artificiales en una noche de verano. Niños incluidos, por supuesto. Y quizá especialmente los niños.

Estamos tan acostumbrados a vivir en un limbo moral que nos va a costar mucho darnos cuenta de lo que está sucediendo. Pero las cosas son así: esa combinación tóxica de narcisismo, nihilismo y odio produce asesinos en serie que se disfrazan de yihadistas, o al revés, yihadistas que actúan como asesinos en serie. Los ingenuos buscan causas sociológicas y políticas, y hablan de segregación social y de grave exclusión económica para los pobres musulmanes que viven en Europa, pero esas son solo causas menores. Las más importantes son otras, y nos desagrada verlas porque esas causas también actúan sobre nosotros. Son el nihilismo, el narcisismo y el odio. Y junto a ellas, la arraigada costumbre de atribuir a los demás la responsabilidad de todo lo malo que nos sucede. Esa es la terrible realidad que se esconde detrás del atentado de Niza, aunque es seguro que perderemos el tiempo buscando otras causas que no nos resulten tan dolorosas ni tan inquietantes.

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