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Joaquín Rábago.

La Grecia de nunca acabar

Los acreedores internacionales de ese tan pequeño como desgraciado país que conocemos como Grecia no se dan, ni parece que vayan a darse alguna vez por satisfechos: exigen a ese pueblo siempre mayores sacrificios, parece que quieren ver más sangre.

¿Cuántos griegos más tendrán que suicidarse porque no pueden pagar sus deudas o mantener a sus familias o a sí mismos para que esos señores siempre tan limpios y sonrientes de la troika acaben entendiendo que sus curas de caballo no sanan sino que más bien matan?

Da una cierta repugnancia ver a socialdemócratas como el presidente holandés del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, haciendo piña con el más intolerante de los ministros de Finanzas, el cristianodemócrata alemán Wolfgang Schäuble, para exigirles a los griegos que hagan un nuevo agujero en el cinturón.

Políticos que toleraron el maquillaje de las cuentas de Grecia y que nada o bien poco han hecho para acabar con esos centros offshore donde ponen a buen recaudo sus dineros los multimillonarios del mundo, griegos incluidos, exigen ahora "una libra (más) de carne", que diría el Shylock del drama de Shakespeare, a la maltratada población.

De nada sirve, al parecer, argumentar que cuando comenzaron los rescates, Grecia tenía una deuda del 128 por ciento de su Producto Interior Bruto y que hoy, ésa llega ya a en torno al 180 por ciento.

El guardián alemán de la ortodoxia, Schäuble, sigue oponiéndose a un recorte de la deuda griega mientras que el Fondo Monetario Internacional insiste en que Atenas tiene que proseguir y profundizar sus reformas antes de recibir más dinero.

El problema de los griegos es que no alcanzan a ver la luz al final del túnel, que tienen la impresión de que todos sus sacrificios han sido perfectamente inútiles: seis años de llamados "rescates" no han servido para aliviar la situación del país, que uno compararía a un cada vez más famélico jamelgo.

Y su problema es también que su Gobierno no puede decidir autónomamente sus prioridades, sino que el país se ha convertido en rehén de sus acreedores internacionales.

Es lo que el filósofo y sociólogo italiano Maurizio Lazzarato lúcidamente llama en el título de uno de sus libros "Gobernar a través de la deuda". El país del que siempre se recuerda que inventó la democracia no puede decidir su propio destino: triste paradoja.

Ningún otro país de la Unión Europea ha estado tanto tiempo sometido a fiscalización por parte de sus acreedores. Ningún otro programa de rescates ha pasado tantos controles. Y, sin embargo, nadie parece fiarse del Gobierno de Alexis Tsipras.

Un joven político de izquierdas que llegó al poder en 2015 con la promesa de acabar con la política de austeridad y al que la "troika" consiguió torcer el brazo para que se convirtiera de la noche a la mañana en ejecutor de la misma política a la que antes con tanto fuego verbal se había opuesto.

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