Faro de Vigo

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Ahora que la cultura del vino se ha instalado ya entre nosotros, ahora que casi en cualquier lugar de España se hacen caldos espléndidos, ahora que las denominaciones de origen que antes te espantaban cuentan hoy con reservas de mucho respeto, el problema es otro: el precio. Nos hemos dado cuenta de una verdad obvia, la de que no se dan duros a cuatro pesetas ni siquiera hoy que esa moneda ya no existe. Como resultado, lo primero que hay que examinar en la carta de vinos de un restaurante es la columna de la derecha, lo que cuesta la botella, para no llevarte luego un susto a la hora de pagar la cuenta.

Yo creía que los vinos están a un precio imposible en España hasta que Cristina, mi mujer, y yo hemos ido a California. Bien es verdad que al lugar más pijo, caro y, en bastantes sentidos, fuera de medida como es Orange County. Pero en todos los restaurantes en los que se nos ha ocurrido entrar lejos ya de allí, en San Francisco, por ejemplo, sucedía lo mismo: precios bárbaros para una botella ya sea de Merlot, Cabernet, Zifandel o Pinot Noir, que la variedad no alivia al bolsillo. Lo peor de todo ha sido entrar en un supermercado. Hace treinta años, cuando estuve de profesor invitado en la universidad de California pero en otro campus, el de Davis, los supermercados vendían pocas marcas de cerveza más allá de la Budweiser y casi ningún vino. Hoy se ofrecen estanterías completas con todo tipo de marcas y, por lo que hace al vino, a precios también bárbaros. Con el añadido de que nos dio por comprar un Pinot Noir que costaba cuarenta dólares, por aquello de hacer un prueba, y tuvimos que tirarlo al fregadero. Quizá basta con decir que ni siquiera tenía tapón de corcho. Después de diez minutos de pelearme intentando descorchar la botella me di cuenta de que llevaba uno de esos tapones de rosca como los de la Coca-Cola familiar de antes.

Pero al buscar un vino que hubiese al menos lamido algo el corcho nos sucedió lo mismo: al fregadero. Era un Merlot monovarietal esta vez pero habría dado mejor la talla como vinagre. Teniendo en cuenta que sospechamos de los burdeos franceses, estábamos ya dispuestos a pasarnos a las cervezas Coronita o Modelo mejicanas cuando casi de casualidad nos topamos, en la parte inferior de un estantería medio escondida, con una reserva de Marqués de Riscal tinto ¡a quince dólares! No hace falta decir qué vino bebimos en nuestro apartamento de Irvine desde ese día. Lástima que en los restaurantes jamás encontrásemos ninguna botella española.

Creo que el episodio va más allá de la anécdota para instalarse en un problema serio de las exportaciones de nuestro país. Con el aceite sucede lo mismo: todos son italianos en Orange County. Pero lo del vino clama al cielo. Hemos aprendido enología, sí, pero no sabemos aún nada de marketing.

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