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Joaquín Rábago.

Terrorismo

Tienen razón todos cuantos han escrito a raíz de los salvajes atentados de Bruselas, como antes los de París, que constituyen un ataque frontal a la Europa de las libertades individuales, de la tolerancia y la solidaridad, valores por cierto en franca decadencia últimamente entre nosotros.

La tienen también quienes responsabilizan a algunos imanes, activos sobre todo en las redes sociales y por tanto difíciles de controlar, con sus prédicas llenas de odio de que puedan surgir en el corazón mismo de nuestras permisivas sociedades semejantes monstruos nihilistas.

Si hay una cosa clara en ese tipo de acciones es que buscan sembrar en nuestro seno un pánico similar al que sin duda sienten las poblaciones de los países árabes cada vez que son bombardeadas desde el aire o cuando, como ocurre con casi diaria frecuencia en algún lugar y sin que aquí nos conmovamos, son también víctimas de un terrorismo sectario.

Muchos se resistirán a establecer cualquier relación entre la destrucción de países como Irak, Siria, Afganistán o Libia, o el maltrato diario de los palestinos en los territorios ocupados, y el terrorismo ciego que se ceba ahora en nosotros.

Pero en nuestra era de la globalización, en la que cualquier cosa que ocurre en el mundo es vista inmediatamente por millones de personas, en la que vemos ciudades que estuvieron un día llenas de vida reducidas a escombros, es imposible evitar el impacto que esas imágenes tienen en muchas mentes árabes.

Se habla una vez más, tras lo ocurrido en Bruselas, de los fallos de seguridad, de las rivalidades y los celos entre las policías de los distintos países, de la necesidad de aumentar los controles de todo tipo y de que no hay que ser tan escrupuloso en tiempos como estos con nuestras libertades.

Y, sin embargo, siendo cierta y lamentable a estas alturas, la falta de coordinación entre las fuerzas de seguridad europeas, es incluso dudoso que, aun convirtiendo a nuestros países en Estados policiales, algo que nadie puede desear, lográsemos acabar con un fenómeno que solo exige de un fanático con un cinturón de explosivos dispuesto a hacerse saltar por los aires en medio de una muchedumbre.

Combatir ese tipo de terrorismo va a exigir sin duda mucha paciencia y esfuerzos en todas las direcciones: el primero debería ser intentar poner fin a unas guerras tan insensatas como crueles que están desangrando a los países de Oriente Próximo y facilitando en todos ellos la rápida implantación de los asesinos del Daesh o Estado Islámico.

Estamos pagando, reconozcámoslo, una larga cadena de errores, que comenzaron en Afganistán y continuaron en Irak, Libia y ahora Siria, países a los que, entre unos y otros, hemos convertido en otros tantos Estados fallidos, que fueron en su día mayoritariamente laicos y en los que el fanatismo religioso se hace hoy cada vez más fuerte.

Es tarea difícil, reconozcámoslo, cuando se trata además hoy en muchos casos de guerras por procuración que enfrentan a poderosos países árabes o islámicos -Irán- con grandes ambiciones regionales y que siguen distintas corrientes de una religión que parece aguardar aún su Siglo de las Luces o al menos su "aggiornamento".

Estados como es el caso de Arabia Saudí que han sido y siguen siendo aliados de Occidente y que se han dedicado a exportar mediante las mezquitas construidas en todo el mundo con sus petrodólares la variante más extrema e intolerante del islam además de apoyar a los grupos yihadistas frente a sus enemigos regionales.

Mientras muchas jóvenes mentes, crecidas entre nosotros, crean a pie juntillas que si se inmolan matando ciegamente a infieles van a tener como recompensa el disfrute por toda una eternidad de esas vírgenes de las que no pudieron gozar en sus cortos y desgraciados años de vida, difícil va ser evitar la continuación de la barbarie.

No basta ya que los imanes y las familias que profesan la fe de Mahoma insistan una y otra vez en que el islam es una religión de paz sino que su condena debe ser mucho más contundente si se pretende que sea mínimamente creíble.

Pero de poco servirá todo ello si en nuestras sociedades occidentales no se dan al mismo tiempo las condiciones para que los jóvenes de origen árabe se sientan acogidos y no, como tantas veces ocurre, continuamente discriminados en razón de su apellido.

Porque es precisamente en esos barrios de las afueras de las ciudades de fuerte inmigración en los que predominan el desempleo, la falta de perspectivas y la desesperación, donde los yihadistas encuentran diariamente el terreno abonado para su causa asesina.

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