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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Las sociedades abiertas se resfrían

Cuando las autoridades belgas acordonaron Bruselas a finales del pasado noviembre, no faltó quien las acusara de exceso de celo. Ahora se ha comprobado que la realidad excede a la psicosis. Lo peor que le puede ocurrir a un afectado de manía persecutoria es que, efectivamente, lo persigan.

Ni siquiera aquel formidable despliegue de policías y soldados bastó para evitar la tragedia de ayer. Poco se puede hacer, en realidad, contra un grupo de cretinos con la cabeza llena de odio y un cinturón de explosivos adherido al cuerpo. En casos así resulta complicado impedirles que vayan a reunirse con su dios y las vírgenes que los esperan, llevándose de paso a unas cuantas decenas de infieles.

El problema -y la virtud- de las sociedades abiertas como las europeas es que están expuestas a que las coja el aire y se les resfríe la libertad. Justamente eso pretenden los que hacen deflagrar bombas en Madrid, en Londres, en París, en Bruselas o en cualquier otra ciudad que su mente enferma de teología considere un lugar de vicio y perdición. La libertad y el goce de la vida les producen sarpullidos.

No es en absoluto casual que ataquen aeropuertos, estaciones ferroviarias y otros enclaves en los que la gente se mueve de un sitio a otro. Su propósito, nada sutil, es restringir la libertad de movimiento que diferencia a los pueblos libres de aquellos en los que el poder impide que se mueva una sola hoja sin permiso del Altísimo. Tristes naciones en los que todo está prohibido, salvo lo que resulta obligatorio.

Los líderes de esta infame tropa no quieren que la gente viaje y conozca mundo, actividad que, junto a la lectura, es una de las vacunas más efectivas contra la estrechez de mente.

Ningún método mejor para conseguirlo que la siembra de bombas y pánico en los nudos de comunicaciones. Pretenden convertir cualquier desplazamiento en una actividad insegura: y puede que estén teniendo ya éxito en ese empeño, a juzgar por los recortes de libertades que sufren los viajeros desde los atentados del 11-S en Norteamérica.

A los borrachos de agua bendita les molesta sobremanera que la gente sea feliz o, al menos, lo intente. Su reino no es de este mundo, aunque no desdeñen los placeres terrenales. Simplemente, los aplazan a la otra vida en la que sus clérigos les prometen el disfrute de paraísos repletos de leche, miel y una cuota de sesenta o setenta mujeres vírgenes por mártir. Para las chicas no hay recompensa, por lo visto. Quizá porque las grandes doctrinas del Libro las reducen a la mera condición de ganado.

La teoría de la corrección política obliga a recordar -como es obvio- que ninguna religión avala el terrorismo o cualquier otro género de barbarie. La experiencia práctica sugiere, sin embargo, que son muchos los fanáticos empeñados en apelar a un etéreo mandato del Altísimo para perpetrar sus fechorías. Quizá eso explique el hecho de que el fanatismo religioso, valga la redundancia, haya sido una de las principales causas de mortalidad a lo largo de la Historia, en directa competencia con la peste.

Expuestas por su propia naturaleza a que se les cuelen estos fétidos aires, las sociedades abiertas de la democracia se enfrentan al dilema de elegir entre libertad y seguridad, como si una y otra fuesen incompatibles. Es de esperar que los bárbaros de la goma dios no tengan éxito en su repetido empeño de resfriarles la libertad.

stylename="070_TXT_inf_01">anxelvence@gmail.com

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