El terror suicida no va a ganar esta batalla. En Bruselas, un símbolo, la capital de Europa, han caído nuevos mártires inocentes de la libertad. Personas a punto de iniciar sus vacaciones, jóvenes estudiantes de regreso a casa, ejecutivos, empresarios? cualquiera de nosotros podía haber sido uno de ellos. Nadie está seguro en ninguna parte contra una amenaza tan descabellada y sin límites. Desgraciadamente, no serán los últimos muertos. Tenemos que mentalizarnos para afrontar el sufrimiento que aún quede por llegar. Evitar que tanto dolor nos desarbole constituye un paso ineludible, el primero, para aniquilar el fanatismo.

El Estado Islámico, que no es más que otro de tantos grupos terroristas salvajes, augura días negros. Hará todo lo posible por cumplir su desafío. Estos radicales que interpretan de manera arcaica la religión son una minoría. Para conseguir su derrota, hay que empezar por acotarlos. Los sirios que escapan de manera desesperada de su país y buscan refugio en las costas de Grecia huyen de las mismas bombas que masacran los aeropuertos y las estaciones de metro en España, en Francia o en Bélgica. Son también víctimas que no podemos convertir en armas arrojadizas de la discusión parlamentaria.

Los extremistas, por mucho que cueste creerlo, solo pretenden acabar con el estilo de vida occidental. Con nuestras conquistas en igualdad, derechos y laicismo, que consideran impuras y perversas. Contrarias a su dios. No estamos ante un problema de injusticia económica. No es una revuelta armada de pobres clamando por su supervivencia contra los opresores. Tampoco una cuestión de carencias educativas. Personas de elevada formación y criadas en la propia sociedad occidental son capaces de inmolarse con explosivos a la cintura para propiciar la involución. Es un problema de atraso mental, de valores estancados, más próximos a la época medieval que a la de la globalización. De dominio de la fe exaltada sobre la razón. Por eso resulta tan difícil atajar sus causas.

Es comprensible que muchos piensen hoy, en mitad del aturdimiento, que la solución tiene que llegar por la fuerza y el aplastamiento. Puede que en algún momento sea necesario parar los pies en su propio territorio al Estado Islámico, una decisión impopular de la que todos los países de momento recelan para no enfrentarse a sus opiniones públicas. Pero ahí están las calamitosas experiencias de Irak o Afganistán para corroborar el fracaso de estrategias similares.

La democracia no puede imponerse desde la élite, tiene que nacer de abajo arriba para que resulte fructífera y duradera. La llamada primavera árabe alumbró en realidad regímenes más sanguinarios. Tampoco habrá arreglo sin que los propios musulmanes sensatos y serenos tomen partido. El yihadismo ya es uno de los grandes retos de este siglo. Necesitamos líderes que transmitan claridad de acción, tranquilidad y firmeza para que los ciudadanos no sucumban al miedo.