La semana que viene es esta que enfila su final. El horizonte temporal que Pedro Sánchez trazaba en su discurso de investidura para el advenimiento del tiempo nuevo, ese que comenzaba "la semana que viene", se quebró en el momento en que no consiguió superar la segunda votación. Para tranquilizar a quienes vieron en ese fracaso el anticipo de unas nuevas elecciones tanto PP como Podemos insistieron en que el lunes pasado sería el momento de empezar a hablar, reconocimiento de que los dos meses y medio transcurridos desde los comicios de diciembre fueron solo tiempo muerto. Un período igual de estéril que los días ahora transcurridos desde el primero que se suponía hábil para el diálogo.

En esta semana sin progresos lo único que sigue sobre la mesa es el acuerdo de PSOE y Ciudadanos, un conjunto de mínimos reveladores del estrecho terreno común que comparten las dos partes firmantes. Para llegar a ese consenso raquítico los socialistas han tenido que descafeinar algunos de sus grandes propósitos electorales, entre los que la contrarreforma laboral ocupaba un lugar destacado. Como les reprochan a su izquierda, lo pactado con Ciudadanos está tan desactivado que la Comisión Europea nada debe temer de que esas medidas, de llegar a implantarse, alteren una reforma laboral del PP cuyo principal efecto hasta ahora ha sido intensificar la devaluación interna y arruinar las expectativas de mejora de los asalariados.

La auténtica corrección a esa reforma la realizaron los jueces al paralizar la aplicación de aspectos claramente abusivos, como la pérdida de derechos laborales al expirar un convenio sin que empresa y trabajadores llegasen a acuerdos sobre su renovación, desincentivo del diálogo y refuerzo de quienes más pueden. Rectificar semejantes excesos, en esa reforma y en otra, permitiría al PP acercarse al pacto mínimo. Pero eso es mucho pedir a quien se empeña en negar cualquier necesidad de autocrítica.