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El corral judicial

Ella es menuda, y menudas son sus gafas al aire, detrás de cuyas lentes se enciende una mirada azul, incisiva e inteligente. Es activa y perspicaz; henchida de ilusión, devota de su trabajo, reflexiva y crítica. Ganadas las oposiciones a la Carrera Judicial, es su primer destino un acogedor pueblo costero, de casas apiñadas y estrechas calles en cuesta, plaza, iglesia y un viejo casino. Alquiló un apartamento desde el que se ve el mar; con frecuencia -me dice- se sienta en una mecedora que fue de su madre, y, balanceándose con pausada cadencia, contempla el horizonte; eso le ayuda a pensar o a dar vueltas a algún pleito enredado.

Al calor y aroma de un delicioso café colombiano, adquirido en su último viaje, me habla de una reciente visita de la Inspección; aunque su resultado fue favorable para el juzgado, se muestra contrariada ante la pésima impresión que le causó el inspector, cuyos consejos -acaso sea más propio decir consignas- la dejaron perpleja y decepcionada.

Decía mi joven compañera que a aquel hombre venido de Madrid parecía importarle bien poco la función jurisdiccional, y sí más la productividad de la máquina burocrático-judicial. Ni una sola palabra de exhortación al examen detenido de los asuntos y a su resolución en justicia, elaborada con pulcritud técnica y rigor jurídico. Ni un solo gesto de animación al estudio. Nada de eso. Toda recomendación se agotaba en la mera incitación al rendimiento y a la productividad, apremio que era incompatible -replicaba ella- con las exigencias de mínima calidad a que aspiraba en su trabajo y a la que los justiciables tenían derecho. -"Sí, sí, ya, eso está muy bien, pero?hay que sacar papel, tirar de sentencia, desatascar?", decía el inspector, siervo de estadísticas y módulos, ansioso por el logro y exhibición de objetivos. Mi compañera comprendió, al final, que de ella no se esperaba -ni demandaba- otra cosa sino que fuese una ágil despachadora de resoluciones, operosa y multípara, y que era evidente que el fervor por la cantidad prevalecía sobre la calidad. En fin, que de lo que se trataba era de "juzgar a destajo", acertada expresión que sirve de titulo al recomendable libro de Gabriel Doménech Pascual, donde expone los inconvenientes de ese modo de desempeñar la tarea judicial.

Y es que en el Consejo General del Poder Judicial, predomina -digan lo que digan los discursos florales- una idea prosaica de la función judicial porque alienta e incentiva una, permítaseme la expresión, concepción gallinácea del juez como fértil ponedor de sentencias, sobreestimando así la productividad funcionarial, cuasimecánica, en detrimento de los requerimientos y valores que son propios de la significación y trascendencia del quehacer jurisdiccional. El profesor Alejandro Nieto (El desgobierno judicial), que tachó de innoble el desprecio por la calidad, dijo con razón que para el Consejo General del Poder Judicial la Administración de Justicia es una granja donde se valora a sus integrantes "por su producción, medida exclusivamente por cantidades y tiempos."

Y cifrado el objetivo en la fertilidad numérica y la feracidad estadística, nada mejor que estimular la productividad mediante el siempre persuasivo señuelo de la gratificación económica. Quizá así, habrá discurrido alguno, los jueces se animen a desobstruir el monumental atasco a que han conducido años y años de abandono y desvalimiento, postergación y preterición en que los poderes públicos han tenido a la Administración de Justicia hasta llegar a la tantas veces denunciada sobrecarga de trabajo que anega multitud de tribunales.

A partir de aquí, algunos jueces, quiero creer que los menos, organizaron, con tanto desparpajo como descaro, estrategias de trabajo selectivo de las que resultaba una ficticia productividad, o bien se entregaban, en pos de la gratificación, a una celeridad y presteza en la resolución de los asuntos difícilmente compatible con la atención que el ejercicio de la función jurisdiccional requiere. Supone ello ahondar en la triste idea del juez como ligero expedidor -y "cuasiexpendedor"- de resoluciones, una especie de justicia de rebajas que ofrece dos por el precio de uno, o mejor, dos por el tiempo de uno. No parece que tal régimen de estímulos pecuniarios se acomode ni a la tarea de juzgar, ni a la dignidad de la función judicial, ni, a la postre, al interés y beneficio del justiciable.

A quienes así actúan y así aconsejan, les propongo que mediten sobre la antigua máxima de Publilio Siro (s. I a.C): Ad paenitendum properat, cito qui iudicat, es decir, "se arrepiente rápidamente quien juzga rápidamente." Y les invito también a que relean lo que algunos acuerdos internacionales dicen de modo claro. Por ejemplo, el art.13 del "Estatuto Universal del Juez" (noviembre-1999) cuando advierte que la remuneración no debe depender del resultado de la actividad del juez. También el "Estatuto del Juez Iberoamericano" (mayo-2001), según el cual los jueces deben recibir una remuneración suficiente, irreductible y acorde con la importancia de la función que desempeñan y con las exigencias y responsabilidades que conlleva (art. 32). En sentido similar, la "Carta Europea sobre el Estatuto de los Jueces" (julio-1998, art. 6.2). En ningún momento se les ocurre a estos acuerdos supranacionales de jueces acudir a la modulación de la retribución en función del rendimiento o a la previsión de incentivos por productividad.

De todo esto hablamos aquella tarde de otoño y café; tras el último sorbo, permanecimos un rato en silencio, perdidas las miradas en el horizonte; y como si avistara el futuro más allá del confín de su línea brumosa, me dice pensativa: "Tal vez un día cambien las cosas." Y yo, que tengo el pasado largo y el futuro corto, no dije nada; no quise decirle nada.

*Magistrado de la Audiencia Provincial en Vigo

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