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Rayas en el agua

La idea de introducir la felicidad en la educación es un error garrafal. Gregorio Luri -una de las pocas personas que sabe de verdad de qué va la educación en España- no se cansa de repetirlo

Los politólogos son a la política lo mismo que los pedagogos a la enseñanza. Saben -o se supone que saben- cómo se ganan las elecciones. Lo que no saben es cómo se puede crear empleo o cómo se pueden dignificar los salarios (sin crear un millón de nuevos funcionarios con cargo a los presupuestos del Estado, se entiende). Y lo mismo les ocurre a los pedagogos. Mi hijo tiene que estudiar estos días las jarchas mozárabes. ¿Quién diablos sabe lo que son las jarchas mozárabes? Nadie en su sano juicio, por supuesto, salvo algunos eruditos o algunos filólogos. Pero ayer oí a mi hijo preparándose el examen: "Las jarchas son los últimos versos de la última estrofa de la moaxaja o el zéjel, que son dos composiciones de origen árabe que se componían en Al-Ándalus". Aunque resulte asombroso, estas frases de contenido alienígena figuran en los libros de texto de un alumno de catorce años de nuestra enseñanza obligatoria. ¡Moaxaja, zéjel, jarcha! Pues sí, han oído bien. Eso se estudia en 3º de ESO.

Es evidente que las jarchas mozárabes son un tema tan incomprensible como las ondas gravitatorias, esas misteriosas vibraciones en el espacio-tiempo que Einstein conjeturó hace un siglo. Con la diferencia de que las ondas gravitatorias son fascinantes -o pueden serlo si las explica un buen profesor-, mientras que las jarchas mozárabes no pueden serlo jamás, sobre todo si se explican a alumnos con pésimos hábitos lectores y con serios problemas para entender un texto construido con dos frases subordinadas y con dos subjuntivos. Ahora bien, este hecho incomprensible que debería hacer caer la cara de vergüenza a docenas de pedagogos y de expertos educativos -y en nuestro país hay miles de expertos educativos- se repite todos los días: un alumno cualquiera de catorce años tiene que aprenderse las jarchas mozárabes, sin olvidarse las moaxajas y el zéjel.

Pero lo más increíble de todo es que no oirán jamás que estos asuntos salgan a relucir en nuestros agotadores debates educativos. Por lo general, todos los problemas se reducen a la falta de presupuesto y a los pérfidos recortes del neoliberalismo (fascista, se añade a continuación, si el comentario viene de un entusiasta de Podemos). Y ahí se queda todo. Que un alumno normal de catorce años deba estudiar las jarchas mozárabes no le plantea a nadie -ni a pedagogos ni a políticos ni a sindicalistas que se pasan la vida discutiendo sobre la enseñanza- ni un solo motivo de sorpresa o siquiera de duda. Lo único que hace falta es más inversión económica, más medios y más recursos. Y si aparece una iniciativa inteligente -como la de Illes per un Pacte- que reclama un gran pacto educativo, muchos de sus integrantes vuelven a caer en los viejos tópicos de siempre. Pepita Costa, por ejemplo, habló en la presentación de la última iniciativa en Palma de una "educación que nos enseñe a ser felices", confundiendo tal vez las aulas escolares con Port Aventura o quizá con Eurodisney. Y entonces me pregunto qué función pueden tener las jarchas en ese complicado proyecto vital que nos enseñe a ser felices.

La idea de introducir la felicidad en la educación es un error garrafal. Gregorio Luri -una de las pocas personas que sabe de verdad de qué va la educación en España- no se cansa de repetirlo. "Los padres que quieran hijos felices tendrán adultos esclavos de los demás", dijo hace poco el pensador Luri, porque el futuro laboral de nuestros alumnos no les exigirá que sean felices o que lo hayan sido en el colegio, sino que hayan aprendido a hacer cosas, es decir, a pensar, a escribir, a sumar, a calcular, a adquirir conocimientos, a compartirlos, a recordar, a deducir, a trabajar en equipo y a tantas y tantas cosas más que hasta da vergüenza repetirlas de lo evidentes que son. Por supuesto que todos estos aprendizajes se pueden llevar a cabo en un medio agradable, ya que un buen profesor puede enseñar a sus alumnos -si tiene tiempo y medios para ello- de una forma tan divertida como si fuera chatear por el móvil o jugar al Grand Theft Auto.

Pero lo importante en la enseñanza son los contenidos y el aprendizaje de esos contenidos -y la memoria, como decía el gran Umberto Eco, que es el gran instrumento de ese aprendizaje-, y no el buenismo pedagógico que se empeña en poner como único objetivo la felicidad de los alumnos.

Ese buenismo, que por desgracia se ha instalado entre nosotros, hace tanto daño como los viejos métodos pedagógicos que obligan a los niños de catorce años a estudiarse las jarchas mozárabes (o los sonetos de Ausiàs March, cualquiera sabe). Y entonces cualquier persona sensata -si queda alguna- recuerda lo que nos pasaba con nuestras abuelas cuando nos miraban, incrédulas, mientras poníamos un disco de Jimi Hendrix en el tocadiscos, por el puro placer de demostrarles lo avanzados y progres y hippies queéramos."Ésferreixesdinsl'aigua", nos decían sacudiendo la cabeza, después de habernos intentado convencer de que aquella música era insoportable. Y eso mismo es lo que se puede decir sobre el debate educativo: rayas en el agua. Solo eso, ni más ni menos.

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