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Volver al principio

No es fácil aislarse del ruido y formar un juicio sobre la situación presente. El debate político en España no se atiene a unas reglas mínimas, de manera que permita extraer unas conclusiones claras. Los partidos retuercen los datos para hacer una lectura interesada de los resultados electorales, no dudan en afear la conducta de los dirigentes de otros partidos ante sus electores o en dirigirse a los diputados de las filas adversarias para pedirles que rompan la disciplina de grupo, y del compromiso con los votantes cumplen solo la parte que les conviene. El trámite que ha precedido a las votaciones de la sesión de investidura concluye dando paso a un panorama alborotado y confuso, sin gobierno. La anunciada nueva política no ha asomado por el Congreso y, más allá de un cambio anecdótico de escenificación y estilo, por el momento no es más que una vaga presunción.

El PSOE queda en mal lugar. Asumió la iniciativa para formar gobierno sin tener inicialmente los apoyos necesarios y, al final, la propuesta firmada con Ciudadanos ha sido desautorizada por una amplísima mayoría. La estrategia que ha seguido en las conversaciones no fue acertada y cometió un grave error de cálculo con los votos de Podemos. Tiene a favor la necesidad de un gobierno y es imprescindible en cualquier fórmula, pero está atrapado en un complejo entramado de vetos y hostilidades. Pedro Sánchez ha cosechado para el partido dos grandes derrotas, una en las urnas y otra en el parlamento, que vuelven a sembrar dudas sobre su liderazgo. Minimizó el reto que se planteaba y midió mal sus fuerzas.

En realidad, Pedro Sánchez sería ya historia en el PSOE si no fuera por la ayuda que le prestó Rivera. Con el acuerdo entre ambos partidos, Ciudadanos pretende hacerse fuerte sobre todo frente al PP, convertido en su objetivo político más inmediato. Rivera ha reclamado la renuncia de Rajoy y ha convocado a los diputados centristas del partido conservador a rebelarse contra su jefe, aplicando una táctica competitiva ya utilizada por los nuevos partidos que consiste en pedir la cabeza del líder de otro partido como condición para negociar o pactar con él, aunque haya sido, como en este caso, el candidato vencedor en las elecciones. La beligerancia de Ciudadanos debe anotarse, porque el mismo Rivera que aprovecha cualquier ocasión para invitar a que se repita en la coyuntura actual el consenso de la Transición, en el que pudieron participar políticos con pasado franquista, considera que el PP de Rajoy carece de autoridad moral para gobernar el país. La corrupción es un problema enorme que afecta seriamente al PP, en la actualidad más que al resto de los partidos, tocados asimismo por este mal, pero debe abordarse con rigor porque se presta fácilmente a la peor demagogia. Será del máximo interés comprobar la reacción de los votantes de Ciudadanos a la maniobra de aproximación de su partido al PSOE, ya que más de la mitad fueron antes votantes del PP.

El rechazo que suscita el PP en el resto de partidos es un hecho palmario y un fenómeno llamativo de la vida política española, con raíces históricas profundas. Sus posibilidades de continuar en el gobierno se reducen a lo que decida el PSOE y son mínimas. Una coalición de izquierdas cuenta con posibilidades igualmente remotas. La distancia entre PSOE y Podemos ha ido creciendo y el concurso inevitable de los independentistas es un obstáculo insalvable. El pacto entre Ciudadanos y PSOE necesita nuevos socios, pero ni PP ni Podemos muestran disposición a unirse. En la situación actual, un gobierno del PP no es posible porque lo que se propone el PSOE es precisamente sustituir a Rajoy, y un gobierno de Pedro Sánchez tampoco, porque el PSOE no acepta las condiciones que Podemos y los independentistas, respectivamente, ponen para apoyarlo: que sea una coalición de izquierdas y convoque un referéndum en Cataluña.

Los líderes políticos volverán a la mesa de negociación de inmediato. Cabe esperar que los partidos en esta ocasión ejerzan su responsabilidad sin exclusiones previas, con la lección aprendida de la primera investidura y pensando en el gobierno más que en la lucha electoral. Si de todos modos el intento de formar gobierno se revelara imposible para nuestros dirigentes, no hay por qué dramatizar en exceso la celebración de nuevas elecciones. En principio es la opción a evitar, pero, bien mirado, podría acabar siendo la mejor. Daría a los ciudadanos la oportunidad de manifestar sus preferencias sobre la composición del gobierno y de deshacer con el voto el enredo creado por los partidos.

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