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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

El centro de las bofetadas

Una de las ventajas de estar en el centro es que en esa equidistante posición uno puede cobrar imparcialmente de la izquierda y de la derecha. Unas veces se cobran bofetadas y otras, cargos o dinero, dependiendo de las circunstancias y de la habilidad de los líderes centristas para manejarse entre dos aguas. Lo peor es cuando no se saca nada en limpio, como acaba de ocurrirle a Ciudadanos.

Hay que admitir que el empeño de Albert Rivera ha sido de lo más meritorio, si bien infructuoso. Con solo cuarenta escaños de un total de 350, el joven político catalán ha conseguido suscribir un acuerdo de gobierno con otro de los partidos que perdieron las elecciones y llevar el asunto a votación en el Congreso.

Su socio y candidato a la presidencia del Consejo, Pedro Sánchez, fue derrotado por imperativos de la aritmética, pero importa más el gesto. Otra cosa es que el esfuerzo inútil conduzca inevitablemente a la melancolía, como dejó dicho Ortega.

Al bueno de Adolfo Suárez, que fue el primer centrista de este país aunque viniese del Movimiento, lo machacaron sin piedad la izquierda socialdemócrata, la derecha de Alianza Popular e incluso algunos de los gerifaltes de la UCD, que era su partido. Algunas décadas más tarde, los mismos que le habían hecho la vida (política) imposible le dedicaron honras fúnebres de estadista y hasta el nombre del aeropuerto de Madrid. Ya se sabe que en España se trata muy bien a la gente, a condición de que esté muerta.

Rivera no para de apelar a los consensos de la Transición, como si quisiera reclamar para sí el papel que en su día desempeñó Suárez. En esto coincide, por distintas razones, con Pablo Iglesias, el líder que unos días ejerce de leninista y otros de socialdemócrata. Tira más a lo primero, pero eso ya es cuestión de opiniones.

El jefe de Podemos vive también en los años setenta del pasado siglo, con su antañón vocabulario de oligarquías, poderes fácticos, banqueros malvados e interminables guerras civiles. La diferencia, si acaso, reside en que Iglesias maldice aquel tránsito de la dictadura a la democracia y se propone darle un cambio en cuanto le dejen. No se sabe muy bien hacia donde, aunque se sospeche.

Ni el centrista Rivera ni el extremoso izquierdista Iglesias, obsesionados con el pasado, quieren admitir que la España actual se parece a la de hace cuarenta años tanto como un huevo a una castaña. De aquellos primeros tiempos de una democracia cogida con alfileres y bajo la supervisión del Ejército nos separa la muy superior renta per cápita, una avanzada legislación, la UE y unas cuantas generaciones que le han cambiado la cara al folclórico país de entonces.

Aplicar remedios propios del último cuarto del pasado siglo al país de hoy, tan distinto y distante de aquel, es una segura receta para el fracaso; pero a ver quién se lo cuenta a los que aún piensan en Suárez o La Pasionaria. El voluntarioso Rivera se ha dado ya su primer baño de realidad y no es improbable que ahora le llegue el turno a Iglesias, si su colega Sánchez está todavía por la labor después de lo ocurrido.

Rivera, que juega a liberal y socialdemócrata a la vez, podría dar fe de los riesgos de situarse en el centro, lugar un tanto etéreo donde lo único seguro es que se acaban recibiendo bofetadas de los dos lados. Y ni Suárez ni la España del 75 admiten reediciones.

stylename="070_TXT_inf_01">anxelvence@gmail.com

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