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Joaquín Rábago.

Difícil parto

No me cuento entre los que piensan que el pueblo cuando vota siempre tiene razón. Es un argumento claramente demagógico utilizado muchas veces por la derecha para justificar ciertas elecciones y que la historia se ha encargado de desmentir más de una vez.

Creo, por ejemplo, al menos desde un punto de vista estrictamente democrático, que se equivocaron muchos votando en las pasadas elecciones a un partido como el PP acosado por la corrupción y que abusó frente a todos y hasta límites intolerables de su mayoría absoluta.

En cualquier otro país europeo, el batacazo del partido gobernante habría sido mucho mayor y seguramente no habría vuelto a convertirse ese, como ha vuelto a ocurrir, en el más votado.

Pero España es un país donde la sombra del franquismo y del ala más conservadora de la Iglesia es todavía alargada, y en el que un segmento importante de la población, el que vivió nuestra guerra civil o la inmediata posguerra, tiene miedo al cambio, a cualquier cambio.

La derecha -o el centroderecha, como se quiera- se presentaba en esta ocasión con un partido nuevo, más europeo, decididamente liberal en política económica, en razón de su juventud todavía no contaminado por las malas prácticas, y visto además con buenos ojos por el empresariado y el mundo financiero.

Su resultado en las urnas defraudó, sin embargo, a muchos al quedar por detrás de su rival de la izquierda, Podemos, y a demasiada distancia del PP de Mariano Rajoy, con el que competía por el voto de centro y conservador.

Dado que el líder del PP se encuentra ahora que no tiene con quién bailar, tras haber ninguneado y aun maltratado a la oposición durante cuatro largos años, su rival socialista ha decidido saltar a la pista para intentarlo con unos y otros.

Con un claro instinto de supervivencia política, maniobrando astutamente pese a las líneas rojas que le han impuesto los dirigentes de su propio partido, tan recelosos ellos de Podemos, el socialista Pedro Sánchez optó por mirar sobre todo a su derecha, intentado un pacto de investidura con Ciudadanos.

Este no satisface lógicamente a quienes, hartos de reformas laborales y leyes mordaza, confiaban en que la unidad de las fuerzas de izquierda imprimiese un giro definitivo a la política antisocial, de recorte de derechos y libertades de los últimos años.

Es además evidente que tampoco con Ciudadanos le salen las cuentas a Sánchez: como dice el refrán, "no hay más cera que la que arde", y la realidad es que el PP se propone hacer todo lo posible por torpedear cualquier gobierno que no dirija Rajoy como líder del partido más votado.

Llegados a este punto, la pregunta es quién asume la responsabilidad de que haya que ir a nuevas elecciones en las que, prácticamente sin haberse movido de su sitio y con su estrategia de presentarse como el único garante de la estabilidad frente al galimatías creado por otros, el PP podría obtener un resultado mejor que el antes logrado?

¿Estaría dispuesta la izquierda a otros cuatro años más de gobierno de Rajoy aunque fuese esta vez con el eventual concurso de Ciudadanos, si es que depone su oposición a aquel, o preferiría tragarse unos cuantos sapos y apoyar, a cambio de ciertas garantías de los socialistas y del partido de Albert Rivera, la investidura de Sánchez?

En política, como en tantas otras cosas, debe haber siempre prioridades, y la más clara, al menos eso le parece a uno, es descabalgar a quien tanto desprecio ha mostrado durante su mandato por las más elementales prácticas democráticas y dejar que al menos lo intenten otros.

El cielo del que habla Podemos no se conquista en un día. Y menos en una Unión Europea como la que soportamos.

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