Dos meses después de que los españoles votasen en las elecciones del 20-D con la esperanza de un nuevo horizonte político y la regeneración de la vida pública el panorama que se vislumbra, lejos de cambiar, resulta todavía más desalentador. Arranca la semana crucial para el debate de investidura con un acuerdo entre PSOE y Ciudadanos presentado con tanto boato como insuficiente apoyo parlamentario para sacarlo adelante. Aún se desconoce si Sánchez lo volverá a intentar después con Podemos, si entonces será posible un Gobierno o si habrá que volver a las urnas, lo que tampoco es garantía para aclarar el futuro de la nación, en su peor atolladero desde el cambio de régimen. La opinión de los votantes no es presumible que haya mudado de un día para otro de manera significativa estando como se encuentra polarizada en los dos bloques de siempre. El retroceso bipartidista ha disparado el frentismo de derechas e izquierdas, nadie habla claro y los líderes se muestran incapaces de buscar soluciones salvo las que tienen que ver con sus estrategias partidistas.

Con una aritmética parlamentaria tan complicada y a falta de entendimiento entre los partidos, no se perciben avances significativos en los problemas que en realidad afectan a los ciudadanos y al país: las reformas que se requieren para no salirse del camino del crecimiento, la estabilidad y el bienestar, y las medidas regeneracionistas imprescindibles para el buen funcionamiento del sistema y de sus instituciones. Por contra, el pretendido acuerdo de Gobierno vendido por PSOE y Ciudadanos no es más que un programa de mínimos sin más recorrido que su puesta en escena. La segunda y la cuarta fuerza apenas suman 130 escaños, muy lejos de los 176 de la mayoría absoluta.

Del lado de Podemos, hasta que se levantó de la mesa de negociación con Sánchez por pactar con C's, lo que más había trascendido, y que no deja de sembrar inquietud, son precisamente reclamaciones sectarias o independentistas que poco o nada tienen que ver con las soluciones que reclama el conjunto para prosperar: nuevas subidas de impuestos que acabarán pagando los de siempre, referendos de autodeterminación, ruptura de la caja única de la Seguridad Social, reparto de sillas o reconocimiento de deudas históricas en favor de alguna de las comunidades más despilfarradoras.

Los políticos juegan su partida de póquer ajenos a las verdaderas preocupaciones de la gente y con una altura de miras que sólo alcanza para cubrir sus intereses y los cálculos electoralistas, por si acaso hay que regresar a las urnas. Prometen lo imposible, desde rentas básicas hasta una financiación autonómica a la carta, sin explicar de dónde piensan sacar el dinero en un país hasta arriba de deuda mientras crece el temor a una nueva recesión mundial. Las cuentas no salen, pero todo vale con tal de sumar apoyos o, llegado el caso, votos.

El mercadeo partidista para alumbrar un Gobierno del cambio adquiere, paradójicamente, una dimensión insolidaria desconocida hasta el momento. En el diálogo mantenido hasta su suspensión entre el PSOE y Podemos sobresale la llamada "España plurinacional", que no hace más que despertar viejos recelos asimétricos. Lo mismo ocurre con las conversaciones de los socialistas con Compromís, la formación valenciana socia de Podemos, para intentar su respaldo a Sánchez. A base de ceder en el reparto de la inversión según criterios de población y en la condonación de deuda, perjudica a las autonomías más envejecidas y a las que han sido más rigurosas en el gasto, como es el caso de Galicia. Los manirrotos, ya es el colmo, pueden tener premio.

La reclamación por parte del PNV de un concierto económico vasco que incluye una caja de la Seguridad Social exclusiva y rompe la que de momento sirve para mantener protegidos a todos los españoles es la mejor prueba, en fin, del camino por donde discurre el diálogo y de la desigualdad que se cierne como una amenaza, especialmente para Galicia.

Así todo, lo más preocupante no son las reclamaciones insolidarias localistas y nacionalistas, sino desconocer hasta dónde está dispuesto a ceder el PSOE con tal de que Pedro Sánchez pueda intentarlo de nuevo abocado como está a una investidura fallida. O, en último caso, qué parte del precio rebajarán finalmente quienes han visto en él un aspirante en apuros al que no le queda otra salida que ser presidente o irse para casa. No se sabe. España y en particular Galicia aguardan el coste económico y social de la inquietante zozobra actual.

El difícil camino del entendimiento marcado por las urnas el pasado 20-D ha llevado curiosamente al Partido Popular, la fuerza más votada aunque con una mayoría exigua, a esconderse y a esperar agazapado una oportunidad que igual no le llega y que, además, se complica por los casos de corrupción que han aflorado en Valencia y Madrid. Un patético papelón que ha sembrado el desconcierto en no pocos militantes y buena parte de sus votantes, incapaces de entender tanto la estrategia diseñada por Génova como su respuesta a los coletazos de la corrupción o sus incomprensibles y atronadores silencios.

La iniciativa ha quedado en manos del candidato socialista que, con el peor resultado en la historia de su partido, aún podría ser presidente de un Gobierno débil y, en el peor de los casos, hipotecado por las ilusiones que entreteje de manera demagógica Podemos si vuelven a sentarse los dos a negociar después de la segunda votación en el Congreso, el 5 de marzo. El partido de Pablo Iglesias exige controlar los resortes estratégicos de poder en un hipotético Ejecutivo, aunque su objetivo final es arrebatarle al PSOE la hegemonía de la izquierda. Ciudadanos hace equilibrismo político para no atarse a la izquierda ni a la derecha. Por si todo eso fuera poco, ninguna reforma constitucional saldría adelante sin la complicidad del PP, que mantiene una mayoría absoluta en el Senado con capacidad de bloqueo.

Los viejos partidos cargan con sus vicios y en los nuevos hay demasiado aprendiz de brujo. Los españoles tienen derecho a conocer qué están dispuestos a hacer los políticos con la voluntad popular desdibujada en una negociación que, por lo que trasciende, no aborda lo sustancial y sí, en cambio, el alpiste partidista y sectario. En una semana crucial para saber qué va a ser de España, solo se sabe que no se sabe nada. Dicho de otro modo, un total despropósito.