El reflujo de un pasado turbio embarra el suelo sobre el que Mariano Rajoy intenta ahora, fuera ya de tiempo, recuperar su posición de presidenciable, la misma que perdió mientras mantenía ese perpetuo aire de rumiante ensimismado que mira pasar los trenes. Hay un presente judicial que se cuela de lleno en la agenda política y se impone sobre futuribles y buenas voluntades.

De nada vale llevar documentos a la mesa de negociación mientras persista el empeño en ignorar todo el papel que se está generando en los juzgados. En esa posición se encuentra el líder del PP, que prolonga la ceguera interesada ante lo que ocurría a la vista de todos en el granero de votos valenciano con el benevolente amparo a Rita Barberá. Proporcionar a la exalcadesa de Valencia un aforamiento garantizado ante la eventualidad de una disolución del Senado delata que el PP carece de auténtico afán de limpiar un pasado que, a medida que la mala gente va poblando el banquillo de los acusados, parece interminable.

Con semejante laxitud ante los indicios de corrupción, Rajoy no puede reprochar a quienes se sientan con él a dialogar estos días que lo traten con la misma reserva que a alguien que aparenta rezar cuando lo que hace, en realidad, es cagarse en el santoral. Tampoco hay que pedirle que se ponga bravo como el cuñado de la exalcaldesa valenciana, que sobreactúa hasta la contundencia punible al mostrar su cara de marido corregidor, dispuesto a enderezar a bofetadas a la esposa si se viera envuelta en el lavado dinero por las donaciones con retorno.

Lo que aflora en Valencia sorprende a Rajoy en un mal momento, pero es que todos estos años nunca encontró la ocasión de intervenir con severidad para acabar con una maquinaria bien engrasada, que generaba altas rentabilidades para los conseguidores, muchos de ellos puntales del partido. Y si no lo hizo cuando de la corrección ejemplarizante todavía se podía obtener algún rédito electoral ¿qué cabe esperar ahora, una vez perdido el feudo? Ese es su lastre.