La encendida contestación que el anteproyecto de la Ley gallega de Acuicultura ha provocado en el sector choca con los propósitos de mejora, modernización y transformación alegados por la Consellería de Mar para su puesta en marcha. Pero si algo resulta evidente es la dificultad de entender por qué sus responsables han tardado tanto tiempo en explicarse. Es un desatino no haberlo hecho antes, sin duda. Ahora no queda otra que hacerlo ante todo el sector con la máxima transparencia y celeridad en aras a un consenso básico que la haga viable.

Cualquier modelo de negocio está obligado a evolucionar, a transformarse, y más en tiempos de cambios vertiginosos como los actuales. La acuicultura no puede ser una excepción. Además, erigida en una importante actividad económica del siglo XXI, está llamada a abastecer la despensa mundial a medio y largo plazo.

La pesca y el marisqueo, tal y como se conocen actualmente en Galicia, constituyen un método tradicional de cultivo que ha sabido explotar las rías desde tiempos inmemoriales, sacando partido a ese mar, que es de todos, de manera más o menos respetuosa con el medio ambiente. El objetivo, así pues, tiene que ser sentar las bases para que siga siendo una actividad generadora de riqueza sostenible y eficiente.

En Galicia hay 2.700 empresas de acuicultura, entre titulares de las 3.300 bateas repartidas por las Rías Baixas, granjas y criaderos en los que trabajan directamente 6.400 personas. La producción acuícola ronda anualmente las 300.000 toneladas con un valor de unos 175 millones de euros. Estos datos, evidentemente, demuestran que la acuicultura es importante en Galicia. Más aún, que se trata de una actividad de irrefrenable proyección mundial, tal y como coinciden en señalar las instituciones internacionales.

En buena lógica, Galicia, que es la tercera potencia del mundo en producción de mejillón, tiene enormes posibilidades de ejercer una posición de liderazgo si se realiza una correcta planificación y gestión de la acuicultura, extendiéndola también a la producción de bivalvos y de diferentes especies de peces de interés comercial que la población va a necesitar para su consumo dentro de unas décadas. Consideradas por la FAO como una de las principales reservas de fitoplancton, y por tanto de alimento y riqueza, existentes en el mundo, las rías gallegas tienen ante sí una oportunidad única para afrontar ese futuro si se sabe sacar el partido adecuado a la acuicultura.

Lo cierto es que la ley de Acuicultura que la Consellería de Mar ha puesto sobre la mesa, en fase de consultas y por tanto sujeta a modificaciones, ha desatado la indignación del grueso de cofradías de pescadores, agrupaciones de mariscadores, mejilloneros y colectivos ecologistas. Tampoco se lo han puesto muy fácil desde su propio partido. Un buen puñado de alcaldes y concejales del PP le han dado la espalda a la conselleira, hasta tal punto que ya han votado en contra de la contestada ley en algunos plenos municipales. Y más que lo harán, demandando la retirada inmediata del articulado. La contestación preocupa también en la sede del partido por sus efectos en el electorado de las zonas costeras a meses de los comicios gallegos.

¿Pero por qué este rechazo social a una ley todavía en fase de elaboración y supuestamente llamada a modernizar la pesca y el marisqueo en Galicia? Algunos hablan del terror a que se privaticen las rías y al desembarco de multinacionales que se apoderen de las mismas, aunque con el reglamento en la mano resulta difícil atisbar semejante "aldraxe". Otros aluden al temor de las cofradías a tener que pagar el canon correspondiente si se convierten en concesión unos bancos marisqueros que actualmente explotan gratis en régimen de autorización.

Hay quienes argumentan que la nueva ley causará un daño terrible al medio ambiente, aunque a esto otros replican que en Noruega crían salmón de forma sostenible o que las tradicionales bateas de mejillón gallegas también son acuicultura y, sin embargo, nadie se cuestiona su continuidad. Por cierto, garantizada por la Consellería en 2010 con una Lei de Pesca que entregó en bandeja a los bateeiros al menos 30 años más de prórroga en sus concesiones administrativas en el mar de todos. La nueva ley garantiza también que en los polígonos existentes no habrá posibilidad alguna de introducir jaulas de cultivo de peces como el salmón, otro de los temores del sector.

Aunque lo que más temen algunos bateeiros es que les obliguen a colocar localizadores en sus barcos auxiliares para evitar prácticas irregulares. Los infractores se enfrentan a perder su concesión durante cinco años y a fuertes sanciones económicas en caso de que los sorprendan provocando graves vertidos al mar o poniendo en peligro la salud pública con la llegada de mejillón afectado por biotoxinas al mercado.

Oportunismos y populismos al margen, que también de eso hay, resulta palmario que la falta de explicaciones y aclaraciones que precedieron a la tramitación de la ley solo ha servido para generar un indeseable caldo de cultivo en el que la alarma social se ha disparado ante las muchas dudas suscitadas. A sus detractores, Mar garantiza que la ley permite la continuidad de la pesca y el marisqueo como hasta ahora, dando al sector la oportunidad de transformarse en acuicultura, única y exclusivamente de forma voluntaria. También que las actuales agrupaciones de mariscadores van a tener más privilegios, incluso con posibilidad de acceder a ayudas de la UE para acuicultura, como ya hacen bateeiros, depuradoras, cocederos y conserveras que viven del mejillón.

En cualquier caso, el sector marisquero debe prepararse para el futuro, que también en este ámbito será distinto al que hoy conocemos. Todos los cambios en los modelos tradicionales de explotación generaron en su día sonoras alarmas, pero eso no debe ser obstáculo para afrontar aquellos que sean necesarios y convenientes.

¿Qué el anteproyecto planteado ahora por la Xunta no gusta, que hay que dejar más protegidos a los sectores productivos, que hay que introducir artículos que garanticen la buena salud de la pesca y el marisqueo? Pues pongámonos a ello. Ha llegado el momento de actuar de manera reflexiva y transparente y dedicarle el tiempo que haga falta para llegar a un acuerdo. Todo menos el inmovilismo y la obcecación. Porque de lo que se trata es de regular el mejor modo de sacarle partido a nuestros recursos desde la sostenibilidad y el respeto al medio ambiente. Galicia puede y debe hacerlo.