No veo demasiado la televisión, salvo en esos momentos en que uno se deja caer en un sofá y la enciende sin interés, haciendo zapping por distintos canales. Y de inmediato se ve obligado a cambiar porque el espectáculo, en general, suele ser desalentador. Dice la leyenda que hay series y documentales y películas e incluso informativos de interés pero no tengo querencia por ese aparato, qué le voy a hacer. Pero si hay algún programa que me "engaiole", huyendo de los debates acerca de los famosos, los cocineros y los aventureros (hoy quien no haya estado en el Himalaya es un desgraciado, quien no sepa deconstruir una tortilla un inútil), son los de empeños y, más concretamente, uno que se titula Empeños a lo bestia (con ese título nada bueno puede esperarse) y que se desarrolla en una casa de empeños de Detroit, una ciudad que se declaró en quiebra hace un tiempo y que es hoy un páramo digno de una secuela de Mad Max.

Ciertamente los principales protagonistas (un padre con una pinta como para echarse a temblar, aspecto macarril de manual), un hijo insoportable y una hija en el límite de la histeria, no son en absoluto naturales frente a las cámaras de televisión y esos soliloquios en primer plano parecen de Gran Hermano. No es un programa fresco sino que responde a un guion establecido de antemano y aún así, no puedo dejar de mirarlo, al menos durante unos cuantos minutos.

Lo mejor, naturalmente, es la fauna que entra en el local (casi siempre para vender, pocas veces para desempeñar): todos los tipos humanos están ahí, como en una alegoría de El Bosco, a este lado del mostrador. Esqueléticos, zumbados, obesos, sesudos, maniáticos, colocados, con vestimentas en general extrañas y un vocabulario bastante peor que el de los monos en 2001, Una odisea del espacio. Me pregunto qué demonios me ata a esa exhibición indigna pero ahí sigo, asistiendo a las reyertas entre los dos hermanos propias de un relato de terror de Arthur Machen, a las fanfarronadas del padre que tiene la pinta de un secundario chulesco de Harry El Sucio, a las extravagancias de una clientela que es difícil de catalogar. En ese local, por cada cuerdo, entran mil pirados con carné.

En el suelo, en las baldas, en las vitrinas, se amontonan los restos de una sociedad obscenamente capitalista, esos objetos que dan la medida del naufragio de un mundo en el que cualquier mercancía tiene un precio. Probablemente hasta cualquier persona, cualquier sentimiento. Son los símbolos, ya caducos, de lo que un día significaron: el estatus social, la marca de la riqueza o de la abundancia, la exigua felicidad que no proporciona un collar, un bate de béisbol, televisiones de plasma, una sortija reluciente, aparatos de música, un tucán de taxidermista o un abrigo de piel. Todos los enseres del mundo están expuestos en ese enorme local de forma que si un día desapareciera Detroit pero se conservara el establecimiento, los arqueólogos podrían reproducir con exactitud los gustos y las costumbres de los antiguos habitantes.

Sin embargo, el negocio, como puede verse ahora, no constituía sino la superficie aparentemente calma de un océano en cuyo interior se desarrollaba una tempestad demoledora. Los usuarios de la casa de empeños vendían sus posesiones y su alma por una miseria; creían tener un pequeño tesoro en su haber y sólo tenían baratijas, falsificaciones.

En los numerosos episodios que vi, lo más parecido a la cultura que alguien trató de vender fue un diario de la guerra de Secesión heredado de un bisabuelo: lo demás era pura filfa. De ahí que los clientes, que entraban creyendo poseer tesoros y merecer precios que les reportaran poco menos que la felicidad, se enfadaban cuando los dependientes tasaban la mercancía y era necesario llamar a un guardaespaldas gigantesco que, entre las soflamas del macarra jefe y sus dos hijos, expulsaba con delicadeza o a empellones al protestante.

Como dije, Detroit, una ciudad con una potentísima industria del automóvil, se declaró en quiebra. Imagínense que sucediera en Galicia algo similar con Vigo. A día de hoy, el espejismo ya no existe y la pillería se adueñó de mucha gente que necesita lo indispensable para vivir. Recientemente vi una fotografía de la biblioteca de Detroit, asaltada por gente necesitada. Resultaba curioso: no se habían llevado ningún libro de entre los cientos de miles que allí había. Robaron las sillas, las mesas, las estanterías pero nadie tuvo la tentación de acarrear un tomo, alguno de esos que, en circunstancias adversas, pueden constituir un consuelo. Y es que cuando el hambre aprieta, la cultura es secundaria.

No sé si sigue existiendo ese comercio del padre semicalvo con el pelo largo bien pegado al cráneo, la oronda hija desagradable y el hijo chulesco y prepotente, sus gorilas aterradores y los demás empleados de la tienda. Quizá el espejismo se haya desvanecido. Hemos estado mercadeando con lo superfluo en aras de la apariencia y ahora, cuando los tiempos son adversos, tenemos entre las manos las cenizas de la nada. Y seguramente eso no será escarmiento alguno. Si mañana Detroit se recupera, los habitantes volverán a incurrir en esa locura de apariencia, casi de fantasía waltdisneyana que nada tiene que ver con la sórdida realidad en la que nos movemos los seres humanos.