La vida de Matt Talbot podría constituir el argumento de una novela de Selby, por ejemplo, ya que ese hombre, nacido en 1856, sentía una enorme vergüenza ante Dios y ante el mundo, aunque no se aclara bien el origen de semejante sentimiento en el documento que consulto, pese a que, y aquí podríamos insertar una variación a lo Bukowski, su madre le rogaba de rodillas que cambiase de vida.

La trágica escena tiene algo de santa Mónica y san Agustín: esa madre que le pide a su hijo y a los cielos que el retoño cambie de hábitos. Y, una vez más, las súplicas y oraciones fueron escuchadas puesto que al llegar a los veinticuatro años, es decir, cuando uno comete los excesos habituales de esa edad salvo que sea un seminarista convencido, arrojó un vaso con licor por la ventana (se ignora si descalabró a algún transeúnte el acto heroico) y juró que jamás probaría una gota de alcohol, que bien podría ser reproducido en algún parágrafo de James Ellory, por ejemplo. Y para acendrar tal juramento, se adentró en una iglesia y le comunicó a un sacerdote que en su puta vida iba a beber ni un maldito trago y además que ya no fumaría otro jodido cigarro, quizá con otras palabras. Pero los héroes no pueden pararse en menudencias, hay que ir hasta el fondo del asunto, cortar de raíz: y el bueno de Talbot llegó a prescindir de la comida del mediodía y vivió como un anacoreta. No sé si a John Fante le agradaría el hecho de que se pasase las horas rezando y cuando las campanas llamaban a misa allí se iba él desmelenado para coger sitio con una pasión exagerada.

Tal vez esta escena Flann O'Brien la relataría con ese humor irlandés (¿existe el humor irlandés?) que deslizó en sus obras. Otra vuelta de tuerca en la vida ejemplar de Matt (Mateo): lo que ahorraba de su salario se lo mandaba a seminaristas que estaban en? China. Parece que los de su ciudad, Dublín, no tenían el crédito adecuado para merecer la subvención. Y siguiendo el dictado evangélico que dice que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha (o al revés) nadie conocía sus sacrificios y sus penitencias. Ahí lo tenemos: durante cuarenta años reza, se levanta, va a misa, acude al trabajo, desprecia las tabernas, se salta el almuerzo, rechaza el cigarrillo al que lo invita el compañero, vive como un eremita en una ciudad que, si creemos a Joyce, estaba apestada de putas y borrachos y otras gentes de malvivir, sin contar a los poetas y a los políticos. El lumpemproletariado. Escoria.

A lo mejor Talbot rehusó en algún momento la invitación de un tal Leopold Bloom para beber una pinta de Guinnes juntos. O una pícara insinuación de Molly. Pero el 7 de junio de 1925, como todo llega a su término, Matt Talbot cayó fulminado en plena calle: zaca, al otro barrio. Y entonces, aunque no se explica en el texto de qué modo, se manifestó la santidad oculta de este hombre sencillo, como una flor que se abre súbita. O sea, la santidad, parece ser, estriba que uno no beba, no fume, suprima una comida, rece y vaya a misa; y entregue parte de su sueldo a la Iglesia. No es tan difícil ser santo: basta con proponérselo y tener voluntad. En realidad, cualquier maratoniano cumple más o menos esas normas. Y años después, cómo no, Juan Pablo II lo declara venerable, como a Buda. Dice en algún sitio don Fernando Vallejo que el papa polaco tenía una manguera loca en la mano derecha con la que hisopaba santos a diestro y siniestro. A Matt le tocó ser un humilde venerable, de momento: le quedan dos grados para ascender a la santidad y la Iglesia debe de estar buscando afanosamente un milagro que imputarle. Lo encontrará, a buen seguro. Lo que ya es sorprendente para un pobre no abstemio como el que esto escribe, es lo que señala la revista El Pan de los pobres en su página 46 (junio de 2015) al pergeñar la hagiografía (o casi) del bueno de Matt Talbot (obrero, indica la publicación): que es el patrono de los alcohólicos rehabilitados.

La iglesia sabrá de méritos espirituales pero de alcoholismo nada o lo finge: Talbott dejó de beber a los veinticuatro años; suponiendo que fuese precoz en el hábito empezaría a los 14 o 15. Es decir, su lucha no fue larga. Es como el que agarra un cebollón una noche y al día siguiente se jura no volver a beber. Para acreditarse como alcohólico rehabilitado se necesita más experiencia, décadas de lucha contra el alcohol.

El gran Cheever, un alcohólico profesional, titulado, lo dejó a la edad de 63 años. ¡Eso es heroísmo! El ejemplo de Matt Talbot es un ejemplo melifluo, inocente, un tanto de argumento de Walt Disney. Los verdaderos alcohólicos (Dylan Thomas, Mailer, Poe, Lowry), esos que mueren consumidos por el alcohol, si lo hubiesen dejado a tiempo, sí que sería ejemplos de vida a seguir aunque no se saltasen las comidas y no gratificasen a seminaristas en el lejano oriente. Lo de Talbot es de segunda categoría: como si en una carrera de 100 metros lisos se caen los siete primeros corredores y la gana el último, ése que cubrió la distancia en 13 segundos. Una vergüenza que le impongan la medalla a semejante pringado. En pocas líneas, ésa fue la vida de Mateo Talbot, obrero, una más de las tantas aparentemente ejemplares. Y venerable.