Dos horas y media al año soy antieuropeísta, como los de las CUP. Pero no por la política monetaria del Banco Central Europeo, ni por su apoyo al Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión (TTIP), ni por la gestión de sus fronteras y el problema de los emigrantes y los refugiados. No, no. Dos horas y media al año -concretamente, en la mañana del día 1 de enero- soy antieuropeísta por el Concierto de Año Nuevo que se retransmite urbi et orbi desde Viena a todo el Cuarto Reich. Precisamente en su libro "La Unión Europea: la verdad sobre el Cuarto Reich", Daniel Beddowes y Falvio Cipollini defienden que finalmente y postmortem Hitler ganó la Segunda Guerra Mundial, no mediante el uso de armas de fuego sino mediante el uso de armas económicas. Seguramente no es verdad. Pero durante dos horas y media al año seguramente sí es verdad que bailecitos inocentes como las polkas y los valses nos permiten vivir en la pantalla una inquietante ucronía acerca de lo que Europa pudo haber sido y sí es.

Es cierto que ver cada primero de enero el Concierto de Año Nuevo tiene como convincente ventaja que marca un punto a partir del cual el año no puede sino ir a mejor. Televisivamente hablando, un año se define como el conjunto de programas que se emiten entre dos escándalos: el que protagonizan los asistentes al chundachunda de la Filarmónica de Viena cuando dan palmas en la Marcha Radetzky con cara de estar viviendo la mayor transgresión cultural que cometerán en toda su vida, y el que protagonizará el vestido de Cristina Pedroche doce meses menos doce horas después. Ambos acontecimientos solo se diferencian en su nivel económico -el de los patrocinios-, no en su nivel de horterada, pero al menos el de Cristina no se retransmite por Eurovisión.

Dos horas y media al año soy antieuropeísta. Las otras ocho mil setecientas ochenta y dos y media me siguen dando cosica los Niños Cantores de Viena -¡existen!- vestidos de marineritos.