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Joaquín Rábago.

Aprendizaje político

Dos cosas les quedan aún por aprender -y es tarea urgente- a nuestros dirigentes políticos: la primera es a asumir responsabilidades; a dialogar y transigir, la segunda.

Muchos de ellos, y no solo los más veteranos, se han formado en la cultura del ordeno y mando - clara herencia del franquismo sociológico- y les cuesta escuchar al otro, intentar entender sus razones, transigir.

Esto que es normal en otras democracias, sobre todo las del norte de Europa, parece entre nosotros "rara avis", y así la llegada al Parlamento de nuevos partidos les parece a los viejos no ya solo un caso de intrusismo, sino una catástrofe nacional.

Esas dramáticas apelaciones a la responsabilidad y al sentido del Estado del oponente político a quien se ha ninguneado y maltratado a lo largo de toda una legislatura suenan necesariamente hueras a los oídos de una ciudadanía que ha tenido que soportar tanta impunidad y prepotencia.

Y en cuanto a lo segundo, ¿qué decir del hecho, evidenciado una vez más tras las pasadas elecciones, de que aquí nadie parezca dispuesto a utilizar, al menos en primera persona y sí solo en segunda, el verbo "dimitir"?

Dimitir cuando uno ha demostrado haber mentido, cuando ha propiciado o al menos tolerado la corrupción en las propias filas; dimitir por fin cuando, por clara incompetencia, ha terminado arrastrando a su partido a una clara derrota.

En otras latitudes, por fracasos electorales mucho menos graves, han renunciado a seguir ocupando sus cargos primeros ministros o dirigentes políticos, pero aquí la culpa es siempre del otro o de que no se ha sabido transmitir el mensaje. Nunca del propio mensaje.

Así tenemos, por ejemplo, a la presidenta andaluza, Susana Díaz, acusando a Mariano Rajoy de irresponsabilidad por haber dado alas a Podemos sin pararse a pensar si el fuerte auge experimentado por esos emergentes no tendrá más que ver con los errores y deficiencias del partido del que ella es dirigente.

No, para Susana Díaz, líder de un partido que aún debe dar cuenta en Andalucía de sus propios casos de corrupción, la culpa del buen resultado electoral de Podemos tiene que ser del conservador Rajoy.

Y, sin embargo, uno diría que, puesta a elegir, la presidenta andaluza preferiría aliarse con un conservador a quien los propios socialistas acusan de "indecente" antes que con cualquiera que ose hacerle la competencia por la izquierda.

Al menos, debe de pensar, Rajoy tiene, como ella misma, sentido del Estado y no como esos jóvenes populistas que presumen de haber leído a Laclau y a Gramsci y en su temeridad defienden el derecho a decidir de los catalanes, amenazando así con "romper España".

Hay una España urbana, más cosmopolita y políticamente preparada, con la que han sintonizado mejor las nuevas formaciones, una España más acostumbrada a escuchar a quien piensa distinto y por tanto también al diálogo.

Esa España que parece entender mejor la complejidad de la política y la necesidad de los pactos es la que debería cuidar más de lo que han hecho hasta ahora socialistas y populares, enzarzados, como siguen estando, en mutuas acusaciones solo para la galería mientras pretenden, al modo lampedusiano, que todo siga igual.

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