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Joaquín Rábago.

Las antiguas potencias bombardean de nuevo

Por fin tenemos a Francia y Gran Bretaña bombardeando juntas al Estado islámico. No hay nada como una declaración de guerra para elevar de pronto la estatura de un gobernante en caída libre como le ocurría al presidente francés François Hollande antes de los atentados terroristas de París.

Tras su llamamiento a la guerra contra Dáesh en respuesta a aquella carnicería, se disparó la popularidad del líder socialista, quien de pronto pareció sacar un valor que le había faltado antes, por ejemplo, para, en cumplimiento de sus compromisos electorales, plantarle cara al Gobierno de Berlín en materia de austeridad.

Todos sus gestos, incluida la visita al portaaviones Charles De Gaulle, enviado inmediatamente a las aguas próximas al conflicto, recuerdan demasiado a los del presidente estadounidense George W. Bush, cuando en 2003, entusiasmado por el derrocamiento de Sadam Husein, anunció al mundo desde otro portaaviones que la guerra de Irak había terminado.

No sé si a muchos se les habrá escapado la ironía que sean precisamente los dos países responsables, en su época colonial, del reparto de Oriente Próximo quienes atacan ahora desde el aire zonas de los dos Estados que tan artificialmente crearon entonces y donde se han hecho fuertes unos yihadistas que no entienden de fronteras.

Dos Estados -Siria e Irak- en veloz proceso de disolución, agudizado además por la lucha por la hegemonía regional entre las dos grandes potencias del golfo: la sunita Arabia saudí y el Irán chií.

Un conflicto siempre complicado por la apetencia que suscitan las inmensas reservas petroleras de la región, incluso en esta época de gradual desconexión de los combustibles fósiles, y por los ecos, nunca del todo apagados, de la Guerra Fría.

No sé si a muchos se les habrá escapado, repito, esa ironía, pero el mundo árabe no ha olvidado con seguridad la profunda humillación que supuso la intervención colonial de Occidente que siguió a la derrota del imperio otomano cuando británicos y franceses se repartieron el suculento pastel de Oriente Próximo.

Trazando y desplazando a voluntad fronteras, según sus intereses de todo tipo, nombrando monarcas y gobiernos títeres y traicionando a las poblaciones locales y a los líderes nacionalistas, ambas potencias coloniales, a las que luego se sumaría Estados Unidos, lograron garantizarse el control de buena parte de sus riquezas.

Y ahora tenemos al llamado Estado Islámico, que se niega a reconocer aquel reparto y, combinando prácticas medievales y métodos terroristas, sueña con reconstruir a sangre y fuego un califato islámico en toda la región.

Los avances logrados por Dáesh no habrían sido posibles sin el caos dejado por los estadounidenses tras su invasión ilegal de Irak con el falso pretexto y el monumental engaño de la existencia allí de armas destrucción masiva.

Aquella guerra, que supuso la destrucción material de un país culto y de milenaria historia, pero sobre todo el insensato desmantelamiento del Ejército del dictador baasista, creó un enorme vacío de poder hábilmente aprovechado por el Estado islámico, que comenzó a nutrir sus filas de los militares sunitas derrotados y asqueados por el sectarismo del nuevo gobierno chiíta de Bagdad.

Muchos europeos advirtieron ya antes de aquella invasión de lo que podría ocurrir en un país tan complejo por su composición étnica y religiosa como Irak, sobre todo sin la existencia de un plan de reconstrucción inmediata que fuera lo más inclusivo posible, y sus temores se vieron confirmados.

Escarmentado por la lección de Irak, el Gobierno de Estados Unidos parece no querer saber ahora nada de aquello y pretende dejarles a los europeos llevar la voz cantante en la pacificación de ese avispero en que, por contagio, se ha convertido ahora Siria con una guerra civil que dura ya cinco años y en cuyas aguas revueltas pesca continuamente Dáesh.

El número de noviembre de la revista estadounidense Foreign Affairs está dedicado a lo que llaman el "Oriente Medio postestadounidense" y en él, haciendo gala de "realpolitik", se explica que Washington debería en el futuro ser tremendamente prudente en cualquier intervención en la zona tras los errores cometidos.

Para esa revista, bastaría con practicar una política de contención del terrorismo para impedir que crezca demasiado en una región que, desde que Estados Unidos practica el "fracking" en su propio territorio, ha perdido interés desde el punto de vista estratégico para los norteamericanos.

Lo más indignante desde el punto de vista de los europeos es que, después de haber dado una patada al avispero de Oriente Próximo, los estadounidenses pretendan dejarlos ahora casi solos frente a las consecuencias humanitarias de las intervenciones militares.

Y de ese caos creado por tan poco premeditadas y peor ejecutadas intervenciones -habría que destacar también la de Libia, con especial protagonismo de EE UU, Francia y el Reino Unido- tratan de huir los cientos de miles de refugiados que llaman a las puertas de Europa.

No hemos oído a los estadounidenses proponer hacerse ahora de una parte de esos refugiados que llegan exhaustos -cuando llegan- a las costas de Grecia o Italia, para aliviar a los europeos, sino que parecen considerar que es un problema exclusivamente de estos.

Problema que podría verse agudizado por la decisión francesa de bombardear las posiciones de Dáesh, algo que divide a los gobiernos europeos.

En la mayoría de las capitales no se cree que una intervención solo desde el aire, sin el envío paralelo de tropas terrestres, a lo que nadie parece dispuesto, vaya a derrotar al Estado islámico y sí en cambio enardecer aún más a los yihadistas.

Porque para complicar las cosas, no están nada claros los frentes en esa alianza de circunstancias contra Daesh: hay demasiados intereses y apoyos cruzados.

Turcos y saudíes pretenden acabar de una vez con el dictador sirio mientras iraníes y rusos apuestan por su continuidad: estos últimos porque temen la pérdida de su única base naval en el Mediterráneo.

Los kurdos sirios parecen los únicos capaces de hacer frente al Ejército sirio sobre el terreno, pero están también los kurdos turcos del PKK, que Ankara y Washington consideran una organización terrorista y persigue sus propios objetivos.

El presidente ruso, de quien los norteamericanos desconfían profundamente, quiere convencer a los europeos de que es mejor apoyar a un dictador como Bashir Al-Asad que mantenga la estabilidad en la zona y no a confusos movimientos rebeldes.

En cuanto a los gobiernos europeos, el alemán parece no creer en una solución militar y confía sobre todo en la política y la diplomacia aunque haya aceptado finalmente enviar varios aviones de reconocimiento "Tornado" y una fragata para que preste apoyo al portaaviones francés.

Lo hace sin entusiasmo, como para complacer al Gobierno francés, que, disgustado por toda la gestión alemana del problema de los refugiados, con la exigencia del reparto por cuotas entre los socios, reclamó a cambio la solidaridad de Berlín en el conflicto sirio.

El eje franco-alemán se resiente: París piensa ante todo en cómo hacer frente al desafío terrorista mientras que Berlín busca una solución paneuropea a la llegada continua de inmigrantes. Y los norteamericanos no quieren implicarse esta vez demasiado. Mala solución.

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