A juzgar por la escasa seriedad y las prisas con que actúan, los independentistas catalanes son los primeros que no creen en la independencia. Su planteamiento consiste en ignorar cualquier peligro y huir a toda velocidad hacia la "desconexión", como si aquí existiera un enfermo terminal al que desenchufar. De haberlo, más cerca parece de la agonía esta Cataluña errática, parte de España, que España en su conjunto, que está dando sobradas pruebas de serenidad. No importa la opinión de los electores, ni las formas democráticas, ni los procedimientos, ni la temeridad de empujar a los ciudadanos a la fuerza hacia un abismo con tal de obligar al Gobierno del Estado a suspender la autonomía, y hacer perder la paciencia al resto de los españoles, para que los secesionistas camuflen sus vergüenzas y sigan aferrados al rentable discurso victimista.

El Parlamento de Cataluña debatirá, votará y aprobará mañana la propuesta de resolución independentista. Lo hará después de que el Tribunal Constitucional permitiese el jueves celebrar el pleno de la declaración de ruptura, dejando entrever que la anulará si se aprueba. El Alto Tribunal rechazó suspender cautelarmente la sesión como pidieron PP y Ciudadanos al entender que el Parlamento "es la sede natural del debate político y que el eventual resultado de ese debate es cuestión que no debe condicionar anticipadamente la viabilidad del mismo" aunque con la advertencia expresa de que debe velar por que se cumpla la ley. La sala admitió a la vez a trámite los recursos de PP, PSC y C's contra la decisión de la Mesa de la Cámara catalana.

La moción planteada con tanta urgencia por Artur Mas y sus aliados para iniciar de inmediato la separación de España, desobedeciendo la Constitución, es la consecuencia de su derrota en votos en las pasadas elecciones. Los independentistas son conscientes de que una mayoría de la sociedad catalana está en contra de la ruptura traumática. Para no reconocerse como perdedores, plegar velas y reconducir sus ambiciones, optan por apurar el órdago hasta el extremo, sin medir las consecuencias de su rebelión, a fin de que sean otros quienes tengan que frenar su codicia. Las causas sin mártires son menos causas.

Si los separatistas catalanes, que no son el pueblo catalán aunque digan hablar en su nombre, decidiesen ahora mismo cambiar a los miembros del Consejo Audiovisual, más o menos el equivalente en Galicia al ente de administración de nuestra televisión autonómica, fracasarían. Carecen de apoyos suficientes. La ley exige 90 votos para remover a sus integrantes, dos tercios de la cámara. Junts pel Sí y sus conmilitones de la Candidatura de Unidad Popular (CUP) suman 72 escaños. Con una mayoría raspada que les impide incluso elegir en casa a los palmeros de un chiringuito se consideran legitimados para fundar un nuevo Estado y desgarrar España y Cataluña.

Puede tildarse a los independentistas de iluminados, orates y suicidas, pero no de tontos. Son conscientes de su debilidad, y precisamente por eso intentan sacar provecho. También saben que la delirante opereta que están interpretando tiene poco que ver con los casos de Canadá y Escocia, en los que aseguran inspirarse, pues allí existen respeto a las normas y diálogo, no una política de hechos consumados. La independencia sin reconocimiento internacional no sirve de nada. Nadie va a admitir a una Cataluña emancipada en estas condiciones para huir de la asunción de responsabilidades por la incapacidad y la corrupción que asedia a una parte de sus dirigentes. Con fe de verdad en su proyecto, los secesionistas obrarían de otra manera, no con modos chapuceros que los ponen en evidencia.

No hay forma de negociar ni de introducir racionalidad en el debate porque lo sustentan las emociones manipuladas, según alertó hace dos semanas el rey Felipe VI. Aun llegando a alcanzar de manera acordada la independencia, Cataluña padecería durante años consecuencias económicas desastrosas para digerirla. En su cuento de hadas, los segregacionistas alegremente las obvian, y también muchas personas sensatas y formadas que se han visto arrojadas a sus brazos porque la desprotección, el desamparo, la frustración, la indefensión, la vulnerabilidad y la ausencia de certezas en que nos ha sumido esta devastadora crisis han roto los anclajes.

Sólo por la pasión que obnubila el pensamiento pueden comprenderse las payasadas que han llegado a repetirse durante este tránsito con el pretexto de buscar respaldo histórico. Como que la guerra de sucesión por el trono entre las dinastías austriaca y francesa fue en realidad el aplastamiento de la nación catalana, el primer Estado que existió en Europa; que Santa Teresa era catalana y que el Quijote original se escribió en catalán.

No hay absolutamente nada que una a los derechistas y monárquicos de Convergencia con los radicales y republicanos de ERC, ahora de la mano en Junts pel Sí. De sobra saben los catalanes de la enemistad de sus líderes, Mas y Junqueras. No transcurrirá mucho sin que se apuñalen o sin que la clase media y la burguesía, el sustento de los convergentes, estallen por ese matrimonio antinatura que va contra sus intereses. Y en los antípodas de ambas formaciones navegan sus socios coyunturales de la CUP, militantes antisistema que propugnan abolir el capitalismo, el euro y Europa.

Los separatistas han convertido la tirria a España en su única ocupación. A este trío de trileros tan divergente la estrategia de forzar la intervención le conviene por su ganancia, no por la de los catalanes. Los de Convergencia esparcen tinta sobre el saqueo de los Pujol -a saber de quién más- y el 3%. Los de ERC pescan en río revuelto. Los de la CUP desestabilizan, única razón de su existencia, pues defienden la revolución. Esta amalgama no casa se mire por donde se mire.

Estamos ante un desafío viejo, luego ya superado en episodios anteriores. "El separatismo es una actitud de resentimiento colectivo", dejó escrito el historiador catalán Vicens Vives. Por eso la respuesta no puede abordarse desde el enojo o la vehemencia.

Rajoy y la oposición han empezado a hablar para defender la unidad, lo que supone una esperanzadora novedad para quienes, como los gallegos, sí creen en una Galicia fuerte e identitaria en una España próspera, solidaria y cohesionada. La coincidencia del PP con Ciudadanos es casi plena, grande con el PSOE y mínima con Podemos. Pero incluso en la diferencia hay por ahora respeto y voluntad de aportar, ingredientes indispensables para el consenso. Esa primera escenificación de unidad ante el desafío secesionista la han ratificado con sus recursos de amparo al Constitucional. Sólo con unidad, cautela y firmeza, midiendo y explicando cada paso, podrán neutralizar esta desmesura sin añadir resentimiento al resentimiento. Porque eso buscan Mas y sus secuaces: sembrar un bosque de odio en el que esconder sus miserias.