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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Fiestas nacionales

Lo más interesante de España es que casi nadie ejerce la soberbia de pertenecer a ella en este lugar ligeramente apátrida donde ni siquiera se nombra, por pudor, el nombre de la cosa. Abundan los escrupulosos que usan la perífrasis "Estado Español" para referirse al país y, en consecuencia, hablan de lo que sucede "a nivel estatal" cuando quieren referirse a los asuntos antiguamente conocidos como nacionales.

Tales miramientos lingüísticos arrancan de los tiempos de la Transición, época en la que el reconocimiento de las nacionalidades de la periferia exigía el uso de la palabra "Estado" para distinguir a España de sus reinos autónomos.

Paradójicamente, la fórmula "Estado español", en apariencia tan moderna y hasta progresista, fue ideada por el general Franco. El dictador acuñó ese nombre para definir a un régimen que se oponía ferozmente a la República pero a la vez no podía definirse como monárquico. El franquismo tiró por la calle de en medio, sin sospechar entonces que su elección sería imitada por muchos de los demócratas que habían luchado contra la dictadura. Fue así como la denominación "Estado Español" sobrevivió inesperadamente a la muerte del régimen franquista, aunque el país pasara a rotularse Reino de España en los papeles de oficio.

Estos problemas de denominación carecen de sentido en países menos prejuiciosos como, un suponer, el Reino Unido de la Gran Bretaña. Allí no se cogen las palabras con papel de fumar y a nadie molesta la organización de un Torneo de las Seis Naciones que alinea a Escocia y Gales junto a Francia, Inglaterra, Irlanda e Italia. Los británicos aceptan nación como animal de compañía en su particular Scattergories, sabiendo que en nada perjudicará tal apelativo a la unidad de su Reino.

Y no solo eso. En las cuestiones de fútbol, que son las realmente importantes, no existe siquiera una Liga británica. Los escoceses juegan la suya, al igual que los galeses, los ingleses y los norirlandeses. Otra cosa es que esa fórmula resulte previsiblemente aburrida, en particular para los seguidores del campeonato de Gales o el de Irlanda del Norte.

La ventaja en el caso de España es que, salvo quizá en el fútbol, se ha renunciado en la práctica al ya más bien oxidado concepto de nación. Los únicos que lo reclaman para sí son algunos reinos de la periferia que aún apelan ingenuamente a la diferencia y a las señales de identidad. Una actitud que acaso suscite la ternura en el actual mundo reducido por la globalización al tamaño de un pañuelo y gobernado por las grandes corporaciones que, sin prisa ni pausa, van sustituyendo a los viejos Estados.

Será por eso que los partidarios del individuo -y adversarios del Estado- ven con particular simpatía a una España indiferente a su condición nacional, mientras le crecen naciones nuevas del trinque en la periferia. Curados de nacionalismo por la sobredosis de esa pócima que Franco inyectó al país en vena, los españoles ya ni siquiera recuerdan muy bien si su fiesta nacional es la del 12 de octubre o la de los toros.

Si el nacionalismo es la guerra o su preludio como días atrás sostenía François Hollande en el Parlamento Europeo, no queda sino felicitarse. Más moderna de lo que a menudo pensamos, España parece haber dejado atrás la superstición que lleva a otros a enorgullecerse por el dato accidental y más bien irrelevante de nacer aquí o allá. Aunque no falten, por desgracia, quienes quieran tomarle el relevo.

stylename="070_TXT_inf_01">anxel@arrakis.es

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