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A vueltas y revueltas con la administración de Justicia

Me había propuesto no volver a escribir sobre las consabidas carencias de la Administración de Justicia, y no solo por no incordiar al posible y benévolo lector con un cíclico y repetido lamento, sino porque, al final, lo que se percibe es la indolencia, la falta de energía y voluntad de aquellos a quienes, pese a su responsabilidad en la materia, no parece turbarles el sueño ni el actual estado de cosas ni que los años pasen sin que nada sustancial cambie; seguiremos viéndoles con su faz almidonada, sin rictus de contrariedad ni asomo de sonrojo.

No obstante aquel viejo propósito, hay ocasiones propicias para su contravención cuando se hace oportuno, obligado incluso, unirse a otras voces. Leo las declaraciones de los portavoces de las asociaciones judiciales a los que un diario digital pregunta acerca de la situación actual de la Justicia. A la hora de señalar sus retos, algunos hablan de reivindicaciones pendientes desde hace una década; otros, más realistas, se remontan a la treintena. Estoy con los segundos.

Uno, que ha llegado ya a una edad - ¡qué pronto!- desde la que puede otear el pasado con cierta perspectiva, comprueba que, en lo esencial, nada o muy poco hemos avanzado. Lo hemos hecho, sí, pero escasamente y en algunos aspectos instrumentales. Pero no hay progresos en lo sustancial, y por eso no se perciben por la ciudadanía, es decir, por aquellos que tienen derecho a la eficacia del que, con terminología conceptualmente discutida, suele llamarse "servicio público" de la Justicia; al veredicto de las encuestas me remito. Cualquier progreso que quisiéramos reconocer es mínimo y se ve empequeñecido cuando se comprueba que el trecho avanzado queda muy rezagado, lejos siempre de cubrir satisfactoriamente las necesidades. La respuesta es invariablemente tardía, deficiente, siempre pobre en recursos, y termina a veces en un verdadero fiasco. Y, para mayor escarnio, se ha perdido el tiempo de casi toda una legislatura malgastada por una nefasta y arrogante gestión del exministro Gallardón que no ha servido para nada, absolutamente para nada. Y ahora ¿quién responde y quién repara?

La Justicia sigue siendo -es ya un tópico- la cenicienta de la Administración, siempre relegada por la madrastra Estado y a la espera de que llegue al fin el príncipe galán y redentor con el zapato diseñado según la horma justa de sus necesidades.

La sucesión de ministros de Justicia compone la atormentada imagen de Sísifo; cada uno recomienza la política de recosidos que serán luego nuevamente enmendados por el siguiente. No hay una política de continuidad porque no hay un proyecto conductor y seductor, asumido colectivamente, suprapartidista, útil para la construcción - o reconstrucción- del complejo y magno edificio de la Justicia. Pero es muy dudoso que los partidos, aunque se llamen democráticos, aspiren seriamente a una Justicia pletórica de medios y plenamente independiente, digan lo que digan en período electoral o cuando, desde la oposición, critican del adversario justamente lo que ellos no hicieron cuando fue su turno en el gobierno. Antes al contrario, la poquedad de medios se ha perpetuado y la atención de algunas modificaciones legales se ha orientado a propiciar fecundas conexiones del ejecutivo con el órgano de gobierno de los jueces antes que a preservar y fortificar su independencia.

No es aceptable que se anuncien reformas para las que no hay dotación de medios que las haga posibles. No basta con que las mejoras o reformas vayan a los textos legales si, correlativamente, no se promueven las aportaciones presupuestarias que las hagan posibles. El resultado es la frustración y la dañina e injusta consecuencia de que, "cumplida" la tarea por el legislador, el reproche de ineficacia se traslade a los tribunales y la decepción a las encuestas. Ya se ha dicho muchas veces: quieren que con un viejo y trasteado utilitario se alcancen las prestaciones y excelencias de un Porsche; o bien que se circule a 130 k/h. por una red viaria de tortuosos y bacheados caminos vecinales.

Hace unos días, tres asociaciones judiciales, Francisco de Vitoria, Jueces para la Democracia y Foro Judicial Independiente, explicaron en un comunicado conjunto que han decidido no acudir a las llamadas del Ministerio de Justicia porque con ellas se pretende trasladar a la sociedad la idea de una disposición al diálogo y al acuerdo que no existe, que es ficticia, toda vez que a esas reuniones son convocadas solo para ser informadas de lo que ya está decidido, sin tomar en consideración las aportaciones que aquellas pudieran realizar.

En su comunicado, las asociaciones denuncian una vez más las importantísimas carencias de nuestros juzgados y tribunales; los "órganos judiciales están desbordados: cerca de la mitad trabajan por encima del 150% de las previsiones institucionales y muchos de ellos se encuentran por encima del 200%, sin que se fije una carga máxima de trabajo." Y añaden, "continuamos a la cola de la Unión Europea en el número de jueces por habitante".

Estamos en días de ceremonias inaugurales del año judicial, la solemne del Tribunal Supremo y las miméticas de los Tribunales Superiores de Justicia. Son esas celebraciones togadas el momento encantado que le es dado vivir a la cenicienta en un rutilante escenario, rodeada de ropajes solemnes con vuelos y vuelillos, medallas y collares, discursos en clave de vals y gestualidad de rigodón, luces y esplendor para un instante fugaz, porque el reloj protocolario marcará el final, y entonces todo se desvanece y se impone la vuelta a la desnuda y decolorada realidad, la de la cenicienta de diario.

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